Hace muchos
años, que un marino noruego llamado Daland, navegaba una tarde con rumbo a su
pueblo, después de un viaje afortunado.
Su corazón estaba henchido de alegría, pues iba a ver
de nuevo a su hermosa hija Senta. Mientras paseaba por la estrecha cubierta de
su nave de vela, pensó con alegría:
-Esta noche estaré ya en casa y podré abrazar de
nuevo a mi hija.
En cuanto cerró la noche, el viento empezó a silbar y
mugir por entre las velas blancas como la nieve; obscuras nubes se extendieron
por el firmamento, ocultando las estrellas, y, muy pronto, se oyó el ruido de
espesa lluvia, al caer sobre cubierta.
-Es solamente una ráfaga de mal tiempo - dijo el
capitán a la tripulación-, y se irá con la misma facilidad con que ha venido.
Pero, a media noche, los silbidos del viento
aumentaron. Los mástiles se encorvaban a impulsos del huracán, y enormes olas alzaban
sus crestas amenazadoras, animadas por la furia del viento.
Pronto comprendió Daland que no se trataba de ráfaga
fugaz, sino de tempestad verdadera, en que habría sido peligroso, si no imposible,
continuar la navegación hacia la costa erizada de rocas. Detrás se hallaba la
arenosa bahía en la que esperó poder fondear aquella misma noche. Con pena, por
el retraso, dio las órdenes oportunas para que recogieran velas. Luego cambió
el rumbo del barco y marchó en busca de abrigo a una gran caverna rocosa. Allí
podría aguadar el buen tiempo.
-No, recuerdo haber visto nunca tempestad tan súbita
y terrible dijo a los marineros.-El cielo ayude a los que esta noche se hallen
en alta mar.
Apenas había dicho estas palabras, cuando cayó un
rayo inmediatamente seguido de un trueno horroroso. El mar se iluminó un
instante, y el timonel gritó:
-¡Barco a la vista!
Daland corrió a cerciorarse de la nueva y pudo ver
las luces de otra nave que entraba en la cueva. Oyó claramente las voces de mando
de su capitán y muy pronto el barco recién venido estuvo anclado cabe (1) el noruego.
La extraña embarcación parecía muy combatida por la
tempestad. Tenía las velas de color rojo de sangre y Ia tripulación, en aquel momento,
las arriaba silenciosamente.
No se oía a bordo sonido de voces. Nada indicaba en
sus tripulantes la alegría de haberse librado de los horrores de la tormenta.
El navío estaba fondeado, y, a su bordo, reinaba silencio absoluto. Los
marineros noruegos que se habían apresurado a dirigir al recién llegado
palabras amistosas de bienvenida, se cansaron por fin al ver que no se
contestaba a ellas.
Pero entonces el capitán saludó a Daland y le invitó
a pasar a su bordo. Daland aceptó y en el camarote del extranjero permaneció
parte de la noche.
- He viajado mucho, he ido errante por mares lejanos
y desconocidos - dijo a Daland.-Poseo gran riqueza de oro, plata y piedras
preciosas, guardado todo en cofres muy bien ocultos entre los tabiques de estos
camarotes; pero toda mi ambición es el descanso y llegar a mi patria. ¡Con
cuánto gusto daría yo la mitad de mis tesoros por hallar una mujer que me amara
verdaderamente y quisiera ser mi mujer! Quiero buscarla en Noruega porque,
según tengo entendido, las mujeres de esta nación son hermosas y amantes. ¿Qué
consejo me das, tú que conoces el país, buen Daland?
Este se sentía atraído por los nobles modales del
extranjero, que era hombre de facciones muy correctas y bellas; más de tan
pálido semblante que parecía de marfil. Sin embargo, lo que sobre todo
fascinaba a Daland, eran los ojos de aquel hombre, negros y los más tristes que
había visto en su vida.
Los del capitán noruego brillaron con alegría al oír
que su interlocutor poseía tantas riquezas, e involuntariamente pensó en su
hija Senta.
-No debo, noble extranjero, decir sí nuestras
muchachas son como lo crees; pero tengo una hija en mi casa y, si quieres
acompañarme, por tí mismo podrás juzgar de su belleza.
El extranjero aceptó en seguida su proposición y se despidieron.
Pero Daland no pudo dormir pensando en las riquezas que en breve le
pertenecerían. Muchas veces había deseado hallar un marido noble y rico para su
hija y a la sazón estaba loco de alegría, pensando que nunca una tempestad
había proporcionado tan buena fortuna a capitán alguno.
A la dorada luz del alba los dos barcos levaron
anclas y dejaron el abrigo que la caverna les proporcionara, tomando el rumbo
del pueblo de Daland.
En lo alto de uno de los dos acantilados, que como
guardianes se elevaban a cada lado de la bahía, se hallaba la casa de Daland.
Pequeña, blanca y bien abrigada de los vientos por los pinos que crecían entre
las rocas.
La madre de Senta había muerto cuando ésta era
pequeñita, y el marino, cuando miraba a su hija, le parecía ver de nuevo a la
hermosa mujer que había amado tanto y que perdiera dieciocho años antes.
Durante sus largas ausencias por el mar, María, la
vieja nodriza de la madre de Senta, vivía acompañando a ésta y cuidando la
casa. En las interminables veladas de invierno, las muchachas del pueblo se
reunían en la cocina, al lado del hogar en que ardían troncos de pino y,
mientras giraban las ruedas de sus ruecas, María les relataba algún cuento de
Hadas, brujas y caballeros errantes, cuyos hechos eran la delicia de todas
aquellas jóvenes.
-La niña es muy aficionada a estas canciones antiguas
-dijo un día a Daland en son de queja - y su rueca se mueve perezosa mientras
ella canta. Este no es modo de emplear bien el tiempo.
Pero el padre oía siempre estas quejas sonriendo.
-Dejadla hacer, dejadla hacer, María contestaba.-
Senta
es aún niña. Ya vendrá tiempo de hilar en cuanto le
haya pasado esta afición por los cuentos y las baladas.
Y, realmente, muy pocos hubieran tenido el valor de
reprender a la joven. Excepto cuando cantaba, su voz se oía muy poco y su graciosa
figura se movía silenciosamente por la casa y el jardín.
Pero la afición favorita de Senta era permanecer en
el borde de acantilado y contemplar cómo el mar se agitaba a sus pies.
Allí iba para ver si llegaba el barco de su padre,
decía a María, porque Senta imaginaba que la anciana nodriza no la hubiera entendido,
si le explicaba la fascinación que sentía contemplando el mar y mirando el
juego de la luz sobre las aguas.
Y en cuanto la tormenta se desencadenaba y los
vientos rugían levantando montañas de agua que iban a estrellarse furiosas
contra el acantilado, haciendo retemblar la enorme roca y la casita de Senta,
entonces el tumulto del viento y del mar parecían entrar en las venas de la
joven. Iba de una parte a otra de la casa, inquieta, sintiendo deseos de ser
gaviota para flotar en la ira del huracán.
En la pared de la cocina estaba colgado un retrato
que desentonaba un poco de los sencillos adornos de la casa. Nadie sabía su
origen; pero María, que por su edad conocía un poco más la historia de la
familia, afirmaba que lo trajo un abuelo de Daland, también marino, quizá
procedente de algún naufragio.
-Y es un hombre que está triste y tiene cara de malo
–añadía. Estoy segura de que tuvo algo que ver con el diablo.
Y después de estas palabras, María no dejaba de hacer
la señal de la cruz y murmurar corta plegaria, rogando al cielo que la guardara
de semejante pecado.
Pero Senta, por el contrario, estimaba el retrato, y sentía
en su corazón inmensa piedad por un dolor que parecía tan profundo.
Muchas veces, cuando María estaba ocupada, Senta iba a
contemplar el retrato, con la imaginación llena de ensueños, tratando de
adivinar cuál podría ser aquel pesar tan hondo que ensombrecía el rostro del
retrato.
Una noche de invierno, cuando la tormenta se
desencadenaba más furiosa que de costumbre y la casa se estremecía al choque de
las aguas contra la roca, María relató a Senta la historia de un hombre, cuya cara, según pensó la niña,
pudiera haber sido como la del retrato colgado en la pared.
Era una historia del mar, de una noche de tempestad
furiosa, mucho tiempo atrás, en que un barco luchaba por doblar el cabo de
Buena Esperanza, aquel Cabo de tempestades tan temido por todos los que
navegan. Una y otra vez el viento y el mar obligaban a la nave a retroceder, y
una vez y otra la cólera del capitán aumentaba, y redoblaba sus esfuerzos para
salvar el obstáculo. Toda la noche estuvo luchando y cuando al apuntar el día
un marinero fatigado se atrevió a preguntar al capitán:
-¿No retrocedemos para ir a buscar abrigo en la
bahía?- el capitán, con los ojos centelleantes de ira, irritada la voz, gritó,
después de proferir un terrible juramento:
-Doblaré el Cabo de Buena Esperanza esta noche aun
cuando luego deba navegar eternamente.
Y su deseo fue oído. Una voz burlona le dijo al oído:
-En invierno y en verano, en las tempestades y en
buen tiempo, de noche y de día, deberás navegar, siempre deseando el descanso,
aunque sea el descanso de la muerte; pero siempre obligado a seguir adelante.
Sólo tendrás una esperanza: cada siete años, al pasar cerca de tierra, si
hallas una joven que te ame hasta la muerte y quiera unir su destino al tuyo,
entonces serás redimido.
Habían transcurrido muchas veces los siete años, y el
día de tregua, con el corazón lleno de esperanza, el capitán deseaba hallar a
la joven que debía libertarle de su destino; pero su anhelo quedó siempre
defraudado.
El “Holandés Errante,” como le llamaban, era muy
temido por los marinos, porque la mala suerte y las tempestades venían siempre
después de haberlo hallado en alta mar.
A Senta le gustaba más esta historia que ninguna
otra, y, en lo profundo de su corazón, habría deseado ser ella la mujer que con
su amor pudiera redimir al marino errante.
Pero además de la anciana María, otra persona gustaba
poco de las aficiones de Senta a las quimeras. Erick, joven cazador, amaba a la
muchacha desde la época de la infancia, en que jugaban juntos. Era pobre y
sabía que como Daland tenía otros proyectos respecto a su hija, no consentiría
jamás en que se uniera a un pobre cazador. Senta, por su parte, quería al
hermoso y valiente joven, y tres días antes, Erick obtuvo de ella la promesa de
que ninguna otra persona en el mundo merecería su amor. Lleno, pues, de
esperanzas, aguardaba impaciente la llegada de Daland para pedirle la mano de
su hija.
Grande fue la alegría que produjo la noticia de que
el barco de Daland, acompañado de otro, entraba en la bahía. Las muchachas del pueblo
corrieron a la playa a dar la bienvenida a los viajeros, mientras Senta y María
preparaban abundante comida en la cocina.
-Hija mía, te traigo a un amigo a quien espero
acogerás favorablemente -dijo Daland después de haber estrechado a la joven
entre sus brazos.
Y cuando Senta levantó la cabeza abrazada aún a su
padre, el color desapareció rápidamente de sus mejillas, sintiendo su corazón
invadido por la sorpresa y el temor, porque ante ella se hallaba la imagen
viviente del retrato colgado de la pared. Aquel hombre, con el más triste de
los semblantes, estaba a su lado y en voz queda, como fatigada, suplicaba se le
concediera hospitalidad.
-Me produce la impresión de que lo conozco desde que
nací dijo Senta a Daland, dando su mano al extranjero que la miraba extasiado.
La comida fue alegre en extremo. Daland estaba muy
regocijado por hallarse de nuevo en su casa, y con gran placer se percató del
buen recibimiento que Senta dispensó al extranjero.
- Dejaré que él mismo relate su historia -se dijo-.
Con una joven como Senta, el buen aspecto de mi nuevo amigo causará más
impresión que mencionar sus riquezas.
Y sus ojos brillaban de júbilo cuando pensaba en la
buena fortuna que había tocado en suerte a su hija.
-Conozco esta nave -dijo un anciano marinero que
había venido de tierra a recibir a su nieto-; es la del “Holandés Errante” y
tanto su capitán como su tripulación se hallan bajo el poder de Satanás. Dios
quiera que tesoros de tan mala procedencia no tienten a Daland y dé su hija a
este maldito.
Y los marineros se estremecieron de terror al oir tal
cosa.
Erick, el cazador, que durante todo el día había
estado en la montaña, llegó al buque a tiempo para oir lo que dijo el viejo
marinero. Desconsolado fue a tierra en busca de Daland, para avisarle de la verdadera
condición de su huésped.
En los acantilados divisó a Senta mirando hacia el
mar con ojos soñadores.
-¿Es verdad, Senta-preguntó---que te has prometido
con capitán extranjero?
-Sí, Erick-repuso la joven-. Toda mi vida lo he
estado aguardando y ahora mi corazón me ordena que lo siga por todo el mundo.
-¿Y no recuerdas la promesa que me hiciste?-exclamó
irritado Erick.-¿No sabes que este hombre está maldito y que el mar y la tierra
le niegan un asilo por haber hecho pacto con el diablo? ¡Tu amor es mío! Sólo
han pasado tres días desde que me dijiste que a nadie concederías tu amor, y
ahora reclamo tu promesa.
Erick cogió las manos de Senta para atraerla hacia sí.
Al hacerlo, una sombra se adelantó desde un rincón de la roca y se oyó una voz
llena de tristeza exclamar:
-¡Tú también eres falsa; estoy perdido sin remedio!
Era la voz del capitán extranjero, que echó a correr
hacia la playa gritando:
-¡Al mar! ¡Al mar! ¡A navegar de nuevo!
Y mientras subía a bordo, las velas rojas fueron
izadas por la fantástica tripulación, y el barco empezó a navegar.
Senta permaneció inmóvil durante un minuto, aterrada
por las tristes palabras de su prometido; pero pasado su estupor gritó:
-¡No te vayas! ¡Soy tuya tan sólo y te seré fiel
hasta la muerte!
Pero el capitán no oía nada. Las rojas velas de la
nave se habían hinchado y a impulsos de la brisa y sobre las aguas, empezaba a
dibujarse la estela de su marcha.
Senta dirigió una mirada de despedida a la blanca
casita, al jardín en que durante toda su vida había morado y al valiente
cazador que aún permanecía a su lado. Luego echó a correr por las rocas hasta
llegar al sitio en que terminaban formando precipicio y gritando:
-¡Ya vengo! - se arrojó a las aguas.
Al caer, un rayo de luz salió de las nubes que
cubrían el cielo del crepúsculo, y los que miraban aquella escena, vieron
desaparecer el buque fantasma, mientras las imágenes de Senta y el “Holandés
Errante,” con las manos entrelazadas, ascendían por un rayo de sol, hacia las
glorias celestiales.
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