QUETZALCOATL
Blanco, alto, corpulento, de frente ancha, de ojos
negros y barba tupida de oro rizado, era Quetzalcóatl el sumo Sacerdote de
Tula, dueño de los vientos, adorado por los pueblos Toltecas en la remota
antigüedad de México.
Nadie supo nunca de dónde había venido. Tal vez de
otro país atravesando el mar en la estrecha carabela del milagro; pero como el
sabio y prudente Quetzalcóatl enseñó a su pueblo las artes más difíciles como
fundir y trabajar la plata, labrar las piedras verdes que se llaman
“chalchivites” y otras hechas de conchas coloradas y blancas, el arte de
trabajar las plumas de los pájaros, fue elegido Rey tributándole desde entonces
honores sin cuento.
Dictó para su pueblo leyes sabias y austeras como su
vida misma, leyes que hacía publicar a un pregonero desde el Monte de los
Clamores para que se oyeran hasta trescientas millas lejos.
Por honestidad llevaba siempre largo el vestido. Habitaba
en palacios milagrosos, unos de plata, otros de turquesas, otros de plumas como
enormes nidos y otros de “chalchivites,” la piedra suntuaria que sus vasallos,
de ligero andar, traían desde muy lejos.
En tiempos de Quetzalcóatl el pueblo recibió los
beneficios de los dioses y cuentan que la tierra producía mazorcas de maíz del
tamaño de un hombre, cañas altas y verdes como árboles, algodón de colores, por
lo que no era menester teñirlo, y aves desconocidas de pluma y canto, por lo
que nada faltaba a los habitantes de la dichosa Tula.
Mas vino el tiempo malo y la fortuna de Quetzalcóatl
y de los Toltecas acabó para siempre. Los dioses, disfrazados de nigrománticos
o viejos hechiceros, vinieron a la tierra con el propósito de destronar a Quetzalcóatl
y arrojarlo de sus dominios.
Para lograrlo, uno de los nigrománticos, llamado
Vitzílopuehtli presentóse en el palacio real pidiendo hablar con Quetzalcóatl.
Los pajes, temerosos de molestar a su amo, trataron de convencer al anciano
Vitzílopuchtli que debía marcharse; mas tanto insistió el hechicero que obtuvo
al fin lo que deseaba.
Quetzalcóatl, sentado en un trono resplandeciente de
piedras preciosas, recibió al forastero diciéndole:
-¿Hijo, cómo estás y qué deseas?
-Deseo -respondió Vitzílopuehtli ofreceros la esencia
que cura todos los males devolviendo la juventud.
-Enhorabuena repuso con alegría el Rey, hace días que
te aguardo, pues me siento enfermo y dolorido.
-Entonces bebed de este elíxir, que el corazón de
quien lo bebe se ablanda hasta sentirse feliz.
Dijo el hechicero presentando a Quetzalcóatl una fina
vasija de barro esmaltado. Bebió el Rey del líquido y a los pocos instantes
notó que, efectivamente, ya no sentía dolores en el cuerpo por lo que bebió más
sin saber que el hechicero pretendía embriagarle con el vino blanco de la tierra,
hecho de magueyes y llamado “Teumetl,” para conducirlo más tarde y fácilmente
fuera de la ciudad.
Tanto bebió Quetzalcóatl de aquel líquido blanco
desterrador de males, que al fin la embriaguez apoderóse de su corazón haciendo
germinar en su cerebro la idea de partir para siempre.
-¿A dónde iré, hijo? Aconséjame. Quiero salir de Tula
para siempre.
-Irás a Tlapallan repuso el hechicero satisfecho de los
efectos de la bebida blanca que ahí te espera otro anciano como yo y si haces
lo que te indique, volverás a ser más joven que cualquier mancebo feliz.
Entre tanto, otro de los nigrománticos, para evitar
que su pueblo defendiese a Quetzalcóatl, quedó en la plaza repartiendo a los
Toltecas del mismo vino blanco hasta embriagarlos. Cuando lo consiguió, sentóse
en medio del mercado haciendo bailar a un muchacho sobre la palma de su mano
para llamar la atención.
Pronto vióse rodeado por una muchedumbre de curiosos
que atisbaban los movimientos del muchacho sobre la palma de la mano del
hechicero. Todos se preguntaban: ¿qué embuste es éste? ¿cómo puede bailar un
muchacho sobre la palma de una mano? Debe ser hechicero. Démosle muerte a
pedradas por practicar la brujería.
Así lo hicieron y después de muerto, comenzó a heder
el cadáver del brujo, por lo que decidieron los Toltecas llevarlo fuera de la
ciudad. Quisieron levantar el cuerpo muerto sin lograrlo, porque pesaba como un
fardo de los más grandes, y entonces le ataron alrededor del cuello una soga de
pita resistente para llevarlo a rastras al campo fuera de la ciudad.
Pesaba tanto el cadáver, que la soga revéntose cuando
tiraron de ella muchos Toltecas, lanzándolos a distancia y muriendo todos del
golpe. Otros Toltecas substituyeron a los primeros, reforzando las sogas, y nuevamente
cayeron en tierra como los otros.
Cuando, muertos muchos Toltecas, comprendió
Vitzilopuchtli que sin dificultad podría salir de Tula Quetzalcóatl, aún embriagado
como estaba, acompañóle hasta las puertas de la ciudad permitiendo que fueran
con él algunos de sus pajes y vasallos. Después dedicóse a quemar todas las casas
de plata y concha y plumas que encontró. Incendió los campos. Apedreó a los
pájaros lindos, dejando en ruinas la antigua y próspera ciudad de los Toltecas,
Quetzalcóatl, seguido por sus fieles servidores, tomó
el camino que conduce al mar. Cuando llegó a un sitio que llaman Quautitlán,
debajo del árbol más grande y más grueso, sentóse a descansar. Se le notaba
triste. Pidió a uno de sus vasallos un espejo, miró su rostro y dijo: “Soy un
anciano, justo es que me suceda lo que me sucede.” Después, como último gesto
de dominio y de sabiduría, tomó piedras del camino y apedreó el árbol. Todas
las piedras que tiró Quetzalcóatl se incrustaron en el árbol y ahí quedaron
para siempre como símbolo de su fuerza divina.
Al son de flautas que, para alegrarlo, tañían sus
servidores, continuó el Rey el camino hacia el mar.
Cuando llegó a un sitio que llaman Talnepantla, viendo por última vez y a lo lejos las ruinas
de su ciudad antigua y próspera, lloró tristemente, hasta necesitar apoyarse
con las manos en la roca para no caer. Sentóse sobre una piedra grande y siguió
llorando hasta la hora en que voló el último pájaro.
Las manos de Quetzalcóatl quedaron para siempre
señaladas en la roca, y sus lágrimas horadaron la piedra como símbolo de su
dolor de Rey.
Cuando llegó a un sitio que se llama Coahpa, los
hipócritas hechiceros vinieron a su encuentro aparentando disuadirlo del viaje
que emprendía.
-Quetzalcóatl, ¿a dónde vas? ¿porqué abandonas a tu pueblo?
preguntáronle. A lo que respondió majestuosamente el Rey:
-Ahora nadie podrá impedirlo, ni vosotros que lo
causásteis. Voy a Tlapallan a donde me llama el Sol.
-Ve enhorabuena; pero déjanos la sabiduría de las
artes para fundir plata, para labrar las piedras preciosas, para tejer plumajes
y decorar vasijas.
Entonces, Quetzalcóatl, quitándose las muchas y
preciosas joyas labradas que llevaba, arrojólas en una fuente, como lo hace el
día con las estrellas de la noche, y dijo:
-Ahí están mi riqueza y mi sabiduría. Tomadlas.
Más adelante, el viaje fue difícil y hosco. Las
sierras del volcán y la sierra nevada con sus altos picos blancos, cerraban el
paso hacia el mar y los pajes que le acompañaban, todos enanos y corcovados,
fueron muriendo de frío y de cansancio.
Quetzalcóatl siguió solo hasta las riberas del
horizonte en donde comienza la línea del mar.
Hizo construir una balsa, formada de culebras, y en
ella entró y asentóse como en una canoa, que se fue por el mar navegando.
Y así como se ignora de dónde vino, no se sabe para
dónde se fue, desde que se perdió a los ojos de los hombres en las riberas del
mar.
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