sábado, 5 de julio de 2014

EL REY LEAR

EL REY LEAR
SHAKESPEARE



  
Gobernaba la noble Bretaña el anciano rey Lear. Gonerila, Regania y Cordelia llamábanse sus hijas. Casadas Gonerila y Regania con dos opulentos duques, Lear encontraba en la dulce Cordelia el descanso de su vejez.
Era Cordelia de apacible carácter y de firme transparente corazón.
Un día entre los años el rey Lear creyó llegado en tiempo de abandonar el trono. Su vejez le dictaba tranquilidad y descanso en las fatigas. Así, pensó dividir el reino entre sus tres hijas para que con sus esposos gobernara cada una su parte. Pero como Cordelia permanecía soltera, decidióse a convencerla de que escogiera entre el rey de Francia y un noble duque que pretendían su mano. El viejo rey convocó solemnemente a sus vasallos para expresarles su deseo de partir el reino entre sus tres hijas. Y añadió:
-Antes de hacerlo, sólo deseo saber cuál de las tres siente, mí mayor afecto. Quiero que mí recompensa sea como su cariño.
Y preguntó a Gonerila, la hija mayor, cómo era el amor que hacia él sentía.
-Os amo-dijo Gonerila,- más que a los goces de los ojos, más que a mi libertad, más que a las riquezas todas de la tierra. Os amo tanto como a mi vida, mi salud, mi belleza y mi honor. Ninguna hija amó a su padre más de lo que yo os amo.
A cambio de sus palabras dióle el rey una de las mejores partes de su reino. Aquélla de fértiles campiñas, de bosques umbrosos, de resonantes ríos y dilatadas praderas.
En seguida preguntó a su hija Regania.
-Gonerila ha hablado por mí-dijo Regania-. Ella ha encontrado en sus frases la expresión de mi afecto; pero aún os quiero más porque yo no sé de otra felicidad que vuestro cariño.
Satisfecho el rey Lear al oír las palabras de su segunda hija, le ofreció otra parte de su reino para que la gobernase como suya.
Y volvióse luego hacia la predilecta Cordelia, y, como sus hermanas, la instó a declarar en voz alta su afecto filial.
Cordelia, cuyo corazón valía más que sus palabras, permaneció en silencio.
-¿Qué tienes que decir?-preguntó el rey Lear.
-Nada, señor-respondió Cordelia.
-¿Nada?-preguntó Lear sorprendido.
-Nada-respondió dulcemente Cordelia.
Entonces el rey, asombrado y colérico, le ordenó que hablara.
-Sois mi padre-dijo Cordelia. -Me dísteis vida, alimento, cariño; correspondo a cuanto os debo como es justo; os obedezco, os amo, os honro. No comprendo por qué mis hermanas tomaron esposo, si os amaban sobre todas las cosas, como dicen amaros. Cuando yo me case, el dueño de mi mano llevará con ella la mitad de mi cariño, la mitad de mis cuidados, la mitad de mis deberes. Nunca me casaría yo, como mis hermanas, si amara a mi padre más que a nadie en el mundo.
-¿Lo habéis dicho de corazón?-preguntó Lear con extrañeza.
-Sin duda, padre mío.
-¡Tan joven y sin alma ya!
-La más joven, señor, pero la más sincera.
Ciego de rabia el rey Lear calificó cruelmente a su hija. Y su ceguera lo llevó al grado de desconocerla, diciéndola que no la consideraba más tiempo como hija suya, que el amor de ayer habíase transformado en odio. En cambio, dirigiéndose a Gonerila y Regania las dotó con la mitad de su reino, advirtiéndoles que un mes
viviría con cada una de ellas, pues a Cordelia no deseaba ver por más tiempo.
De este modo dividió el anciano rey Lear sus dominios y riquezas, conservando para sí solo cien caballeros.
Los cortesanos permanecieron mudos y temerosos ante la actitud de su rey. Sólo uno de los nobles, el leal Duque de Kent, movido por un deseo de humanidad y justicia, se atrevió a hacer ver cuán fuera de juicio obraba con la veraz Cordelia. Lear, cada vez más colérico, al oír la defensa de Cordelia en los labios de su vasallo, estuvo a punto de herirlo con su propia espada. Difícilmente se contuvo para hacerlo desterrar por siempre de Bretaña.
Anunciaron los heraldos la presencia de los pretendientes a la mano de Cordelia. Entraron el duque y el rey de Francia. Entonces Lear narróles lo sucedido, advirtiéndoles que Cordelia, rica pocos momentos antes, ahora sólo tenía por dote su aborrecimiento.
El ambicioso Duque francés dijo a Cordelia:
-Al perder un padre habéis perdido un esposo.
Pero el rey de Francia dijo a su vez:
-Te amo ahora como nunca, Cordelia. Más enriquecida cuanto más te empobrecen. Ven conmigo a reinar en mi corazón y en el de la hermosa Francia.
Sintióse Cordelia renacer a una nueva vida al oír las frases del amoroso desinteresado rey de Francia, y, gustosa, aceptó el ofrecimiento, partiendo para Francia, entre las burlas de sus hermanas.
Acompañado por los cien caballeros de su séquito, el rey Lear se dirigió al castillo de su hija mayor, esperando una amable acogida. Pero Gonerila, que frente a su padre habla hablado no con su afecto sino con su ambición, lo recibió con impasible frialdad.
Pronto los criados del castillo fueron prevenidos por ésta para que no se le sirviera; para que, en cambio, le repitieran a cada instante las molestias que causaba su presencia en el castillo. Y más allá fue la maldad de la hija ambiciosa, pues logró hacer ver a los caballeros que acompañaban a su padre, la necesidad de que abandonaran su servicio.
Sólo dos amigos fieles acompañaban al rey Lear en su desventura, Uno, el bufón alegre y cuerdo, que en otro tiempo divertía a su señor diciendo agudezas y fingiendo increíbles locuras. Otro, un nuevo servidor llamado Cayo. El nuevo servidor era el duque de Kent, el defensor de Cordelia, que no se resignó a abandonar a su rey en los peligros que había previsto al mirar la ambición de Gonerila y de Regania, y que ocultando su nobleza y su nombre, había merecido otra vez la confianza del anciano.
Un día un criado de Gonerila contestó irrespetuosamente al rey Lear. Entonces, Cayo lo hizo salir, por la fuerza, de la estancia. La hija mayor, enterada por el oficioso sirviente, olvidando que el ofendido era su padre, reclamó a Lear el trato que daba a sus criados. Y vertió palabras insolentes que atravesaron el corazón del viejo rey, que sólo pudo exclamar:
-No hay mordedura que hiera como la ingratitud de una hija
Y salió del castillo de la hija ingrata, con la noche en el corazón,
No eran ya cien los caballeros que acompañaban a Lear. Tan sólo el bufón y un leal amigo lo seguían en su camino hacia el castillo de Regania.
Cayo habíase adelantado para llevar la nueva. También la intrigante Gonerila había enviado un mensajero a su hermana para que ésta no admitiera a su padre en sus dominios.
Cayo reconoció al mensajero, reprochándole que se prestara a servir la insolencia de una mujer contra la angustia de un anciano. Se entabló la disputa. A las voces del cobarde sirviente acudieron Regania y su esposo seguidos de los vasallos. Al enterarse de lo sucedido, Regania ordenó que Cayo fuese puesto en un cepo, a la puerta del castillo como un vulgar ladrón.
Entre tanto, Lear y sus amigos llegaron al castillo, quedando sorprendidos al ver a Cayo prisionero. Cuando el viejo rey supo que era su hija la autora de la afrenta, su angustia creció sin límite. Cayo, desde su prisión, preguntó al rey por qué sólo lo acompañaba un caballero. El bufón, moviendo sentencioso los cascabeles de su caperuza, cantó:



                         Quien de tu oro se alimenta
                         o sigue por conveniencia
                         en cuanto empiece a llover
                          te dejará en la tormenta.



Esperando, Lear ordenó a los servidores del castillo que informaran a sus amos de su llegada. Pero Regania, advertida por su hermana, presentó excusas pretextando una indisposición.
El viejo Lear recibió la respuesta como una herida.
Un ruido de trompetas y tambores anunció la llegada de Gonerila, que deseaba unirse personalmente a su hermana para doblegar, a su padre.
De este modo, juntas Regania y Gonerila, descubrieron la maldad de sus corazones, echándole en cara a su padre lo que llamaban abuso de hospitalidad; y se mofaron de su fatiga y de su vejez.
Loco de dolor salió Lear del castillo, acompañado por sus tres amigos.
El cielo, como sobrecogido de espanto ante tan grandes injusticias, amontonaba nubes. Deshiciéronse las nubes en furiosa lluvia; el viento trocóse en huracán.
Gonerila y Regania sabían que el rey su padre no encontraría refugio, más indiferentes, dijeron:
-El sólo se debe culpar. Dejó su casa y ahora comprenderá su locura.
El viejo rey y los amigos fieles cruzaban los campos desiertos.
El viento enmarañaba la blanca cabellera del rey, y la lluvia empapaba sus vestiduras; pero él caminaba bajo la tormenta, y su dolor era más fuerte que el combate del viento y del agua.
Así anduvieron, errando en la noche interminable, azotados por la furia del huracán.
El bufón esforzábase en distraer los obscuros pensamientos del rey; pero a éste la violencia de su desgracia empezaba a empañar la razón.
El rey de ayer era, ahora, un miserable que sólo acertaba a hablar de la ingratitud de sus hijas y que desafiaba la tempestad como si quisiera en su ruido ensordecer su dolor.
Ya desfallecían de cansancio los amigos de Lear, cuando encontraron una cabaña miserable.
En ella permanecieron el resto de la terrible noche, hasta que, a la madrugada, la luz de una antorcha anunció la presencia de un hombre. Era un noble caballero que no olvidaba los favores que debía al rey y que se ofreció a llevarlos a una parte deshabitada del castillo. El viejo Lear se dejó conducir
alucinado, inconsciente aún por la fuerza de su dolor.
Y hasta la mañana pudieron encaminarse a la costa donde los
esperaba Cordelia que, avisada por un enviado de Cayo, se apresuró a compartir con su padre, silenciosa, su tragedia. Los delicados cuidados de Cordelia y un tranquilo sueño hicieron recobrar a Lear las luces de la razón. Y entonces conoció la firme transparencia de la verdad de su hija. Pero hay que desconfiar de la felicidad.
Si Cordelia había traído consigo un ejército, Gonerila y Reganía
habían armado los suyos. El ejército francés fue derrotado y prisioneros Lear y Cordelia.
Gonerila y Regania, dominadas por sus instintos, mandaron asesinar a la dulce Cordelia. Y el viejo rey, destrozada el alma, desfalleció con el cuerpo de la hija en sus brazos.
Así murió el anciano rey de Bretaña que padeció lo increíble.
Los jóvenes no veremos lo que él vio, ni viviremos tanto.


*   *   *



                                    



          "Y colorín colorado, este cuento se ha acabado"
 KUMAS


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