EN
DONDE ESTA EL AMOR, ALLI ESTA DIOS
Vivía en la ciudad un zapatero llamado Martín
Avdieitch, que habitaba en un sótano, una pieza alumbrada por una ventana. Esta
ventana daba a la calle, y por ella se veía pasar la gente; y aunque sólo se
distinguían los pies de los transeuntes, Martín conocía por el calzado a cuantos
cruzaban por allí. Viejo y acreditado en su oficio, era raro que hubiese en la
ciudad un par de zapatos que no pasara una o dos veces por su casa, ya para
remendarlos con disimuladas piezas, ya para ponerles medias suelas o nuevos
tubos. Por esa razón veía con mucha frecuencia, a través de una ventana, la
obra de sus manos.
Martín tenía siempre encargos de sobra, porque
trabajaba con limpieza, sus materiales eran buenos, no llevaba caro y entregaba
la labor confiada a su habilidad el día convenido. Por esa razón era estimado
de todos y jamás faltó el trabajo en su taller.
En todas las ocasiones demostró Martín ser un buen
hombre; pero al acercarse a la vejez, comenzó a pensar más que nunca en su alma
y en aproximarse a Dios. Cuando aún trabajaba en casa de un patrón, murió su
esposa dejándole un hijo de tres años. De los que antes Dios le enviara todos
habían muerto.
Al verse solo con su hijito pensó al pronto en
enviarle al campo a casa de su hermano, pero se dijo:
-Va a serle muy duro a mi Kapitochka vivir entre
extraños; así, pues, quedará conmigo.
Y Avdieitch se despidió de su patrón y se estableció
por su cuenta, teniendo consigo a su pequeñuelo. Pero Dios no bendijo en sus
hijos a Martín, y cuando el último comenzaba a crecer y a ayudar a su padre, cayó
enfermo y al cabo de una semana sucumbió.
Martín enterró a su hijo, y aquella pérdida tan hondo
labró en su corazón, que hasta llegó a murmurar de la justicia divina. Se
sentía tan desgraciado que con frecuencia pedía al Señor que le quitase la
vida, reprochándole no haberle llevado a él, que era viejo, en lugar de su hijo
único tan adorado. Hasta cesó de frecuentar la iglesia.
Pero he aquí que un día, hacia la Pascua de
Pentecostés, llegó a casa de Avdieitch, un paisano suyo, que desde hacía ocho
años recorría el mundo como peregrino. Hablaron, y Martín se quejó amargamente
de sus desgracias.
-He perdido hasta el deseo de vivir, decía; sólo pido
la muerte, y es todo lo que imploro de Dios, porque no tengo ilusión ninguna en
la vida.
El viejo le respondió:
-Haces mal de hablar de esa manera, Martín. No debe
el hombre juzgar lo que Dios ha hecho, porque sus móviles están muy por encima
de nuestra inteligencia. El ha decidido que tu hijo muriese y que tú vivas,
luego debe ser así, y tu desesperación viene de que quieres vivir para ti, para
tu propia felicidad.
-¿Y para qué se vive, sino para eso?, preguntó
Avdieitech.
-Hay que vivir por Dios y para Dios, repuso el viejo.
El es quien da la vida y para El debes vivir. Cuando comiences a vivir para El
no tendrás penas y todo lo sufrirás pacientemente.
Martín guardó silencio un instante, y después
replicó:
-¿Y cómo se vive para Dios?
-Cristo lo ha dicho. ¿Sabes leer? Pues compra el
Evangelio y allí lo aprenderás. Ya verás cómo en el libro santo encuentras
respuesta a todo cuanto preguntes.
Estas palabras hallaron eco en el corazón de Martín,
quien fue aquel mismo día a comprar un Nuevo Testamento, impreso en gruesos
caracteres y se puso a leerlo.
El zapatero se proponía leer solamente en los días
festivos; pero una vez que hubo comenzado, sintió en el alma tal consuelo, que
adquirió la costumbre de leer todos los días algunas páginas. A veces se
enfrascaba de tal modo en la lectura, que se consumía todo el petróleo de la
lámpara sin que se decidiera a dejar el libro santo de la mano.
Así, pues, leía en él todas las noches; y cuanto más
avanzaba en la lectura, más clara cuenta se daba de lo que Dios quería de él y
cómo hay que vivir para Dios, y con ello iba penetrando dulcemente la alegría
en su alma.
Antes, cuando se iba a acostar, suspiraba y gemía
evocando el recuerdo de su hijo; ahora se contentaba con decir:
-¡Gloria a Ti! ¡Gloria a Ti, Señor! Esa ha sido Tu
voluntad.
Desde entonces la vida de Avdieitch cambió por
completo. Antes se le ocurría, en los días de fiesta, entrar en el traktir (1) a beber té y a veces un
vaso de vodka. En otras ocasiones comenzaba a beber con un amigo llegando a
salir del traktir, no ebrio, pero sí un poco alegre, lo que le movía a decir
simplezas y hasta a insultar a los que hallaba en su camino.
Todo esto desapareció: Su vida se deslizaba
actualmente apacible y dichosa. Con las primeras luces del alba se ponía al
trabajo, y terminada su tarea, descolgaba su lámpara, la ponía sobre la mesa,
y, sacando el libro del estante, lo abría y comenzaba a leer, y cuanto más leía
más iba comprendiendo, y una dulce serenidad invadía poco a poco su alma.
Una vez le ocurrió que estuvo leyendo hasta más tarde
que de costumbre. Había llegado al Evangelio de San Lucas y vio en el capítulo
VI los versículos siguientes:
“Al que te pegue en una mejilla preséntale también la
otra, y si alguno te quita la capa no le impidas que tome también la túnica de
debajo.”
“Da a todos los que te pidan, y si alguno te quita lo
que te pertenece, no se lo exijas.”
“Lo que queráis que os hagan los demás, hacédselo a
ellos vosotros.”
Después leyó los versículos en que el Señor dice:
“¿Porqué me llamáis: ¡Señor! ¡Señor! Y no hacéis lo
que yo os digo?”
“Yo os mostraré a quién se parece todo aquel que
viene a mí, y que escucha mis palabras y las pone en práctica.”
“Se asemeja a un hombre que edificó una casa y que
habiendo excavado profundamente, asentó los cimientos sobre la roca, y cuando
llegó un aluvión, el torrente chocó con violencia contra esta casa, pero no
pudo derribarla porque estaba fundada sobre roca.”
“Pero el que escucha Mis palabras y no las pone en
práctica, es semejante a un hombre que ha edificado su casa en la tierra, sin
cimientos, y el torrente, al dar en ella con violencia, la ha derribado y la
ruina ha sido grande.”
Martín leyó estas palabras, y su corazón fue
penetrado de alegría. Se quitó las gafas, las dejó sobre el libro, apoyó los
codos sobre la mesa y quedó pensativo. Comparó sus propios actos a esas palabras,
y dijo:
-¿Estará mi casa fundada sobre roca o sobre arena?
Bien estaría si fuera sobre roca. ¡Qué feliz se siente uno cuando se encuentra
a solas con su conciencia y ha procedido como Dios manda! En cambio, cuando se
distrae de Dios, puede volver a incurrir en el pecado. De todos modos, he de seguir
como hasta aquí, porque esto es bueno. ¡Dios me ampare!
Después de haber así pensado, quiso acostarse; pero
le apenaba mucho dejar el libro de la mano, y aun comenzó a leer el capítulo
séptimo. Allí leyó la historia del centurión y del hijo de la viuda, y la
respuesta de Jesús a los discípulos de San Juan. Llegó al pasaje en que el rico
fariseo invitó a su casa al Señor, vio cómo la pecadora le ungió los pies y se
los lavó con sus lágrimas, y cómo le fueron perdonados sus pecados. Luego en el
versículo cuarenta y cuatro leyó:
“Entonces, volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón:¿Ves
esta mujer? He entrado en tu casa y no me has dado agua para los pies y ella
los ha regado con sus lágrimas y los ha secado con sus cabellos.”
“No me has dado el ósculo de paz, y ella, desde que
entró, no ha cesado de besarme los pies.”
“No has ungido con aceite mi cabeza; pero ella ha ungido
mis pies con aceite oloroso.”
Leyó este versículo y pensó:
“Tú no me has dado agua para los pies, no me has dado
el ósculo de paz, no has ungido con aceite mi cabeza.”
Y Martín, quitándose de nuevo las gafas, dejó el
libro y volvió a reflexionar:
“Sin duda -se decía- era como yo aquel fariseo. Yo
también he pensado únicamente en mí. Con tal que yo bebiese té, que tuviese
lumbre y que no careciese de nada, casi no me acordaba del convidado. Sólo
pensaba en mí, y nada en el huésped; y, sin embargo, ¿quién era el convidado?
¡El Señor en persona! .... Si hubiera venido a mi casa, ¿hubiera yo procedido
de esta manera?”
Y Martín, apoyando los codos sobre la mesa, dejó caer
sobre las manos la cabeza y se durmió sin darse cuenta de ello.
-¡Martín! -dijo de pronto una voz a su oído.
-¿Quién está ahí?
Se incorporó, miró hacia la puerta, y no viendo a
nadie, volvió a dormirse.
Pero, en el acto, oyó estas palabras:
-¡Martín! ¡Eh, Martín! Mira mañana a la calle que yo
vendré a verte.
El zapatero, despierto de su sopor, se levantó de la
silla y se frotó los ojos. El mismo no sabía si aquellas palabras las había
oído en sueños o en realidad.
Al fin apagó la lámpara y se acostó.
Al día siguiente, antes de la aurora, se levantó,
rezó su acostumbrada plegaria, encendió su estufa y puso a cocer su sopa y su
kacha, hirvió su samovar, se puso el mandil y se sentó al pie de la ventana
para comenzar la cotidiana tarea.
Mientras trabajaba no podía apartar de su imaginación
lo que la víspera le ocurriera, y no sabía qué pensar: Tanto le parecía que
había sido juguete de una ilusión, tanto que en realidad le había hablado.
-Estas son cosas que suceden en la vida -se dijo.
Martín siguió trabajando, y de vez en cuando miraba
por la ventana, y cuando pasaba alguno cuyas botas no conocía, se inclinaba
para ver, no sólo los pies, sino la cara del desconocido.
Pasó un dvornik
(1) con botas de fieltro nuevas, luego un aguador, después un viejo soldado del
tiempo de Nicolai, calzado de botas tan viejas como él, ya recompuestas, y
provisto de una larga pala.
Se llamaba el soldado Stepanitch, y vivía en casa de
un comerciante de la vecindad, que le tenía recogido en consideración a sus años
y a su extrema pobreza, y por darle alguna ocupaci6n compatible con su edad, le
había encargado de auxiliar al portero.
El viejo soldado se puso a quitar la nieve ante la
ventana e Martín. Este le miró y continuó su tarea.
-Soy un necio en pensar de este modo-se dijo el
zapatero burlándose de sí mismo. - Es Stepañitch que quita la nieve, y yo me
figuro que es Cristo que viene a verme. En verdad estoy divagando, imbécil de
mí.
Sin embargo, al cabo de haber dado otros diez puntos,
miró de nuevo por la ventana y vio a Stepanitch que, dejando apoyada la pala
contra la pared, descansaba y trataba de calentarse.
-Es muy viejo ese pobre hombre -se dijo Martín. Se ve
que no tiene fuerza ya ni para quitar la nieve; tal vez le convendría tomar una
taza de té, y justamente tengo aquí mi samovar (1) que va a apagarse.
Al decir esto clavó la lezna en el banquillo, se
levantó, puso el samovar sobre la mesa, vertió agua en la tetera y dio unos
golpecitos en la ventana. Stepanitch se volvió acercándose a donde le llamaban;
el zapatero le hizo la seña y fue a abrir la puerta.
-Ven a calentarte -le dijo- debes tener frío.
-¡Dios nos ampare! Ya lo creo - me duelen los huesos,
respondió Stepanitch.
El viejo entró, sacudió la nieve de sus pies por
temor a manchar el pavimento, y sus piernas vacilaron.
-No te tomes el trabajo de limpiarte los pies; yo
barreré es luego; la cosa no tiene importancia. Ven, pues, a sentarte -dijo
Martín- y toma un poco de té.
Llenó dos vasos de hirviente infusión y alargó uno a
su huésped después vertió el suyo en el plato y comenzó a soplar para enfriarlo
Stepanitch bebió, volvió el vaso boca abajo, colocó
encima e azúcar sobrante y dio las gracias; pero se adivinaba que habría bebido
con gusto otro vaso.
-Toma más -dijo Martín llenando de nuevo los vasos.
Mientras bebía, aún continuaba el zapatero mirando
hacia la sala.
-¿Esperas a alguno? -preguntó el huésped.
-¿Si espero a alguno? Vergüenza me da decir a quién
espero. No sé si tengo o no razón para esperar, pero hay una palabra que me ha
llegado al corazón.... ¿Era un sueño? No lo sé. Figúrate, buen amigo, que ayer
leía yo el Evangelio de nuestro Padre Jesús; y, ¡cuánto sufrió cuando estaba
entre los hombres! Has oído hablar de esto, ¿verdad?
-Sí, he oído decir algo así -respondió Stepanitch-;
pero nosotros los ignorantes no sabemos leer.
-Pues bien; estaba leyendo cómo pasó por el mundo
Nuestro Señor.... y llegué a cuando estuvo en casa del fariseo y éste no salió
a Su encuentro. . . . Leía, pues, querido amigo, esto, y luego pensé: “¿Cómo es
posible no honrar del mejor modo a nuestro Padre Jesús? Si, por ejemplo, me
decía yo, me ocurriese algo parecido, es posible que no supiera cómo honrarle
lo bastante; y, sin embargo, el fariseo no le recibió bien.” En esto pensaba
cuando me dormí. Y en el momento de dormirme me oí llamar por mi nombre. Me
levanto y la voz me parece murmurar: “Espérame que vendré mañana.” Y lo dijo
dos veces seguidas.... Pues bien, ¿lo creerás? Tengo esa idea metida en la
cabeza, y aun cuando yo mismo me burlo de mi credulidad, sigo esperando a
nuestro Padre.
Stepanitch movió la cabeza sin responder. Apuró su
vaso y le dejó sobre el platillo; pero Martín lo llenó de nuevo.
-Toma más -le dijo - y que te aproveche. Pienso que
El, nuestro Padre Jesús, cuando andaba por el mundo, no rechazó a nadie, y
buscaba, sobre todo, a los humildes a cuyas casas iba. Eligió sus discípulos
entre los de nuestra clase, pescadores, artesanos como nosotros. “El que se
ensalce será humillado, y el que se humille será ensalzado.... Me llamáis Señor-dijo-y
yo os lavo los pies; el que quiera ser el primero, debe ser el servidor de los
demás..... Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino
de los cielos.”
Stepanitch había olvidado su té. Era un anciano
sensible; escuchaba, y las lágrimas corrían a lo largo de sus mejillas.
-Vamos, bebe más -le dijo Martín.
Pero Stepanitch hizo la señal de la cruz, dio las
gracias, apartó el vaso y se levantó.
-Te agradezco, Martín -le dijo-, que me hayas tratado
de este modo, satisfaciendo al mismo tiempo mi alma y mi cuerpo.
-A tu disposición, y hasta otra vez. Ten presente que
me alegra mucho que me vengan a ver -dijo Martín.
Partió Stepanitch, el zapatero acabó de tomar el té
que quedaba su vaso y volvió a sentarse junto a la ventana a trabajar.
Cose, y mientras cose, mira por la ventana y espera a
Cristo.
Sólo piensa en El y repasa en su imaginación lo que
El hizo y lo que El dijo.
Pasaron dos soldados, con botas de ordenanza el uno,
y el otro con botas comunes; luego un noble con sus chanclos de goma, después
un panadero con una cesta.
He aquí que, frente a la ventana, aparece una mujer
con medias de lana y zapatos de campesina y se arrima a la pared. Martín, inclinándose,
mira a través de los cristales y ve a una forastera con un niño en los brazos
apoyada en el muro y volviendo la espalda al viento. Trataba de abrigar a su
niño, sin lograrlo, porque nada tenía para envolverlo. Aquella mujer a pesar
del frío que reinaba llevaba un traje de verano en bastante mal estado.
Martín, desde la ventana, oyó al niño llorar y a su
madre querer tranquilizarle, pero sin lograrlo.
Se levantó, abrió la puerta, salió y gritó en la
escalera:
-¡Eh, buena mujer! ¡Eh, buena mujer!
La forastera le oyó y se volvió hacía él.
-¿Por qué te quedas a la intemperie con tu hijo? Ven a mi cuarto y podrás cuidarle mejor....
¡Por aquí, por aquí!
La mujer, sorprendida, vea un viejo con un mandil y
unas gafas que le hace señas de que se aproxime.
Baja la escalera y penetra en la habitación.
-Ven acá -dijo el anciano- y siéntate junto a la
estufa. Caliéntate y da de mamar al pequeño.
-Es que ya no tengo leche-respondió la mujer-. Es
más, desde esta mañana no he probado alimento.
Y, sin embargo, la mujer dio el pecho a su
pequeñuelo.
Martín volvió la cabeza, se acercó a la mesa, tomó
pan, un tazón, abrió la estufa, en donde hervía la sopa, y sacó un cucharón
lleno de kacha; pero como los granos aún no habían cocido lo necesario, vertió
solamente la sopa en el tazón y colocó éste sobre la mesa. Cortó el pan,
extendió una servilleta y puso un cubierto.
-Siéntate -le dijo- y come, buena mujer. En tanto yo
tendré a tu hijo. He sido padre y sé cuidar a los pequeñuelos.
La mujer hizo la señal de la cruz, se puso a la mesa
y comió mientras Martín, sentado en su lecho con el niño en brazos, le besaba
para tranquilizarle. Como la criatura seguía llorando a pesar de todo, Martín
discurrió amenazarle con el dedo que aproximaba y alejaba alternativamente de
los labios del niño, pero sin tocarle, porque su mano estaba ennegrecida por la
pez, y el pequeño mirando aquello que se movía cerca de su rostro, cesó de
gritar y hasta comenzó a reír con gran contento del zapatero.
Mientras restauraba sus fuerzas, la forastera contó
quién era y de dónde venía.
-Yo -dijo- soy esposa de un soldado. Hace ocho meses
que han hecho partir a mi marido y no tengo noticias de él. Vivía de mi empleo
de cocinera cuando di a luz. A causa del niño no me quisieron tener en ninguna
parte y hace tres meses que estoy sin colocación. En este tiempo he gastado cuanto
tenía, me he ofrecido como nodriza y no me han admitido, diciendo que estoy muy
delgada, Entonces he ido a casa de una tendera, donde está colocada nuestra
hija mayor, y allí han ofrecido colocarme. Creí que iban a tomarme
inmediatamente; pero me han dicho que vuelva la semana entrante. . . . La
tendera vive muy lejos, estoy extenuada y mi pobre pequeño también. Por fortuna
mi patrona ha tenido compasión de nosotros y nos deja, por amor de Dios, dormir
en su casa. Si no, yo no sé qué sería de mi hijo y de mí.
Martín suspiró, y dijo:
-¿Y no tienes vestidos de abrigo?
-No. Ayer empeñé por veinte kopeks mi último mantón.
La mujer se acercó al lecho y cogió al niño.
Martín se levantó, y, acercándose a la pared, buscó y
halló un viejo caftán.
-iToma! -le dijo- es malo, pero siempre servirá para
cubrirte.
La forastera miró el caftán, miró al viejo, tomó la
prenda y rompió a llorar. Martín volvió el rostro no menos conmovido, fue luego
hacia su cama, y sacó de debajo un cofrecito; le abrió, extrajo algo de él y
volvió a sentarse enfrente de la pobre mujer.
Esta dijo:
-¡Dios te lo premie, buen hombre! El, sin duda, me ha
traído junto a tu ventana. Sin eso el niño se hubiera helado. Cuando salí hacía
calor y ahora ¡qué frío! ¡Qué buena idea te ha inspirado Dios de asomarte a la
ventana y tener compasión de nosotros!
Martín sonrió.
-El ha sido, en efecto, quien me ha inspirado esa
idea -dijo-.
No miré casualmente por la ventana.
Y contó su sueño a la mujer, diciéndole cómo había
oído una voz y cómo el Señor le prometiera venir a su casa aquel mismo día.
-Todo puede ocurrir-repuso la mujer que se levantó,
tomó el viejo mantón, envolvió en él al niño, se inclinó y dio las gracias al
zapatero.
-Toma en nombre de Dios -dijo éste deslizándole en la
mano una moneda de veinte kopeks-, toma esto para desempeñar tu mantón.
La mujer se santiguó: Martín hizo lo propio y luego
la acompañó hasta la puerta.
Se fue la forastera.
Después de haber comido la sopa, Martín se volvió a
poner a su faena. Mientras manejaba la lezna no perdía de vista la ventana, y
cada vez que una sombra se perfilaba, levantaba los ojos para examinar al
transeunte. Pasaban unos que conocía y otros desconocidos; pero éstos nada
ofrecían de particular.
De pronto vio detenerse, precisamente frente a su
ventana, a una vieja vendedora ambulante, que llevaba en la mano un cestito de
manzanas. Pocas quedaban, pues, sin duda, había vendido la mayor parte. Iba,
además, cargada con un saco lleno de leña, que debió recoger en los alrededores
de alguna fábrica de carbón, y
regresaba a su casa. Como el saco la hiciese daño,
quiso, a lo que pareció, mudarlo de hombro y lo dejó en el suelo, puso el cesto
de manzanas sobre un poyo y comenzó a arreglar los trozos de leña. Mientras la
anciana estaba ocupada, un granujilla, venido de no se sabe dónde, y cubierto
con una gorra hecha pedazos, robó una manzana del cesto y trató de escapar; mas
lo advirtió la mujer, que volviéndose rápidamente, le asió de una manga. El
muchacho forcejeó, pero ella le retuvo con ambas manos, le arrancó la gorra y le
tiró de los cabellos.
El muchacho gritaba y la vieja se enfurecía cada vez
más. Martín sin perder tiempo ni siquiera en clavar la lezna, la dejó caer al
suelo y corrió a la puerta, saliendo con tal prisa que a poco rueda por la
escalera; pero las gafas se le caen en el camino. Se precipita a la calle y
encuentra a la vieja tirando aún de los cabellos al pillete, golpeándole sin
misericordia y amenazando con entregarle a
guardia.
El muchacho seguía forcejeando y negaba su delito.
-Yo no he cogido nada-gritaba-; ¿por qué me pegas
¡Déjame!
Martín quiso separarlos. Cogió al muchacho de la mano
y dijo:
-¡Déjale, ancianita, perdónale por Dios!
-Voy a perdonarle de modo que se acuerde hasta la
próxima. ¡Voy a llevar a la prevención a este granuja!
Martín suplicó de nuevo:
-Déjale, te digo que no lo volverá a hacer. Déjale en
nombre de Dios.
La vieja soltó su presa y el muchacho iba a escapar,
pero Martín le retuvo.
-Pide ahora perdón a esta anciana y no vuelvas en lo
sucesivo a reincidir, porque yo te he visto coger la manzana.
El pequeñuelo rompió a llorar y pidió perdón entre
sollozos.
-Vaya -exclamó Martín-, eso está bien, y ahora toma
manzana que te doy yo.
Y Martin cogió una del cesto y se la dio al muchacho.
-Voy a pagártela, buena mujer -continuó dirigiéndose
a la vendedora.
-Mimas demasiado a ese granujilla -dijo la vieja. Lo
que le hubiera servido era sentarle las costuras de modo que se hubiera
acordado toda la semana.
-¡Eh! ¿qué es eso? -exclamó el zapatero-, nosotros
juzgamos así, pero Dios nos juzga de otro modo. Si hubiera que azotarle por una
manzana ¿qué habría que hacer con nosotros por nuestros pecados?
La vieja guardó silencio.
Martín contó a la anciana la parábola del acreedor
que perdonó la deuda y del deudor que quiso matar al que le había favorecido.
La vieja y el muchacho escuchaban.
-Dios nos manda perdonar - prosiguió Martín-, porque
de otro modo no seremos perdonados….. hay que perdonar a todos y, sobre todo, a
los que no saben lo que hacen.
La vieja inclinó la cabeza y suspiró.
-No digo que no-murmuró la vendedora-; pero hay que
reconocer que los niños están muy inclinados a hacer el mal.
-Por eso a nosotros los viejos nos corresponde
enseñarles el bien.
-Eso es lo que yo digo -repuso la anciana. He tenido
siete hijos y sólo me queda una hija....
Y la vieja se puso a referir que vivía en casa de su
hija y cuántos nietos tenía.
-¿Ves dijo- qué débil soy? Pues a pesar de ello
trabajo para mis nietos. ¡Son tan lindos, salen a mi encuentro con tanto
cariño! ¿Y mi Aksintka? Esa sí que no iría con nadie más que conmigo:
“¡Abuelita -me dice-, querida abuelita!....”
Y la vieja se, enterneció.
-La verdad es que lo ocurrido no ha sido más que una
niñería; ¡conque vete y Dios te guarde!- agregó dirigiéndose al chiquillo.
Pero como en aquel instante fuese la anciana a cargar
de nuevo el saco sobre sus hombros, el pequeño añadió diciendo:
-Dámelo, viejecita, yo te lo llevaré; precisamente te
vas por mi camino.
Y se fueron juntos, olvidándose la vendedora de
reclamar a Martín el importe de la manzana, y el zapatero al quedar solo, les
miraba alejarse y oía su conversación.
Les siguió un rato con la vista -y luego volvió a su
casa, encontró sus gafas intactas en la escalera, recogió su lezna y volvió de
nuevo a la obra. Trabajó un poco, pero ya no había bastante luz para coser, y
vio pasar al empleado que iba a encender los faroles.
-Tengo que encender la lámpara-se dijo.
Prepara su quinqué, le cuelga y continúa el trabajo.
Terminada una bota, la examina: estaba bien. Recoge sus herramientas, barre los
recortes, descuelga la luz colocándola sobre la mesa y toma del estante el Evangelio.
Quiere abrir el tomo por la página en que había
quedado la víspera, pero fue a dar en otra.
Al abrir el libro santo, recordó su sueño del día
anterior y sintió que algo se agitaba detrás de él.
Volvióse Martín y vio, o se le figuró al menos, que
había alguien en uno de los ángulos de la pieza.... Era gente, en efecto, pero
no la veía bien. Una voz murmuró a su oído:
-¡Martín! ¡Eh! ¡Martín! ¿Es que no me conoces?
-¡Soy yo!-dijo la voz-¡Soy yo?
Y era Stepanitch que, surgiendo del obscuro rincón,
le sonrió y desapareció esfumándose como una nube.
-¡Soy también yo! -dijo otra voz.
Y del rincón obscuro salió la forastera con el niño:
la mujer sonrió, sonrió el niño y ambos se desvanecieron en la sombra.
-¡También soy yo! - exclamó una tercera voz. Y surgió
la vieja con el muchacho, el cual llevaba una manzana en la mano. Ambos
sonrieron y se disiparon como los anteriores.
Martín sintió una suprema alegría en su corazón; hizo
la señal de la cruz, se caló las gafas y leyó el Evangelio por la página que
estaba a la vista:
“Tuve hambre y me diste de comer; tuve sed y me diste
de beber; era forastero y me has acogido.”
Y al final de la página:
“Lo que habéis hecho por el más pequeño de mis
hermanos es a mí a quien lo habéis hecho.” (San Mateo XXV).
Y Martín comprendió que su ensueño era un aviso del
cielo;
que, en efecto, el Salvador había estado aquel día en
su casa, y que era a El a quien había acogido.
(1) TRAKTIR: Especie de café-taberna.
(1) DVORNIK: Portero.
(1) SÁMOVAR: Especie de
tetera rusa.
* * *"Y colorín colorado, este cuento se ha acabado"
KUMAS
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