sábado, 5 de julio de 2014

LA TEMPESTAD




En pasados tiempos vivía en Milán, ciudad de Italia, un duque llamado Próspero. Ocupado en el estudio de todas las ciencias, dejaba a su hermano Antonio el cuidado de sus dominios. Próspero le depositaba su confianza creyéndolo tan noble y honrado como él.
Secretamente, Antonio ambicionaba el poder. Muy pronto proyectó una traición, de acuerdo con el vecino Rey de Nápoles a quien hizo mil promesas si le ayudaba a destronar a su hermano Próspero y a convertirse en duque de Milán.
Una noche el hermano traidor abrió las puertas de la ciudad permitiendo la entrada al Rey de Nápoles y a su ejército.
Los usurpadores, dueños de la ciudad, comenzaron sus crímenes. Abandonaron a Próspero y a su hija, la pequeña Miranda, en una embarcación sin mástil, sin remos, sin velas; en una barca que hasta las ratas habían abandonado por temor de caer al agua.
Antonio les negó vestidos y alimentos, porque esperaba que Próspero y su hija murieran de hambre o ahogados en el mar.
Sólo un noble bondadoso, pensando en su terrible muerte, los ayudó secretamente. Aprovisionó la embarcación, y, además, conociendo la afición de Próspero al estudio, le cedió libros inmejorables.
Las corrientes y el viento maltrataron extraordinariamente el buque abandonado. Cuando las olas barrían la cubierta, Próspero lloraba pensando en el peligro que corría la pequeña Miranda. Y las lágrimas de Próspero eran tan amargas como el agua del mar.
Miranda, sin darse cuenta de la situación, veía con regocijo las olas y reía cada vez que pasaban sobre su cabeza como rápidos caballos aéreos. Afortunadamente el buque venció todos los obstáculos, venció la furia del mar y fue a encallar en la playa de una isla.
Crecían en la isla árboles de una altura increíble. Al pasar bajo uno de ellos, Próspero y Miranda oyeron fuertes gritos que salían de un grueso interminable pino. Las quejas eran tan desgarradoras que hacían aullar a los lobos lejanos.
Próspero era no sólo un sabio, sino también un mago. Con ayuda de fuerzas sobrenaturales, abrió el tronco del árbol que dejó salir a un hermoso genio llamado Ariel.
Ariel explicó a Próspero que, durante doce años, había estado prisionero, víctima del maleficio de una vieja bruja que había muerto poco antes de su llegada. Y le señaló otros árboles que eran también prisioneros. Próspero libertó a todos los genios que, como Ariel, le obedecieron en seguida.
La isla parecía desierta; pero pronto descubrieron a su único habitante, el hijo de la bruja. Llamábase Calibán y era tan horrible y torpe, que más parecía una bestia que un ser humano. Próspero trató de humanizarlo. Le enseñó los nombres del sol, de la luna y mil cosas más. Pero Calibán era desagradecido y salvaje, por lo cual Próspero no pudo tratarlo de buen modo. Así, fue su esclavo, obligándolo a cortar leña, a encender el fuego y a habitar la obscura cueva en vez de la gruta que ocupaban Próspero y Miranda.
Creció Miranda en aquella isla desierta. La niña se transformó en mujer. Y alegraba sus días junto al sabio Próspero, junto al ondulante travieso Ariel.
Un día, una tempestad sacudió el mar, azotando las costas de la isla. El trueno rodaba en el espacio y los relámpagos incendiaban las nubes; el viento mugía furiosamente y el cielo era como otro mar de tinta.
Era Próspero quien había desencadenado aquella tempestad, porque sabía que en el mar navegaba el buque que conducía a su hermano Antonio, y que a bordo iban también el Rey de Nápoles, su hijo Fernando y el anciano noble que les prestó ayuda el día de su desventura.
Los tripulantes del buque, frente a aquella furiosa tempestad, comprendieron el peligro de estrellarse en los escollos de la isla cercana. Próspero, con sus artes de magia, les infundía miedo. Mando a su alado genio Ariel que revoloteara por encima de la cubierta y arrojara rayos sobre ella. Invisible, Ariel atemorizaba a los viajeros aumentando la fuerza de la tormenta. Por último, pareció que el buque se iba a incendiar. La confusión fue entonces terrible. El Rey de Nápoles, su hijo el príncipe Fernando, el anciano noble y el perverso Antonio, cayeron todos al agua, a merced de las olas. En tanto, Próspero y Ariel, valiéndose de sus virtudes mágicas, salvaban el buque y la tripulación. Los marineros, que se habían ocultado bajo las escotillas, fueron sumidos en un profundo sueño, de modo que ignoraran lo ocurrido y hasta el lugar en que se hallaban.
Ariel condujo a los náufragos a la playa de tan milagrosa manera que ni los vestidos se humedecieron.
El príncipe Fernando desembarcó por otra parte de la isla figurándose que él solamente había sobrevivido. Los otros viajeros estaban seguros de que era él quien había muerto.
Próspero ordenó a Ariel que tomase la forma de una sirena y lo hizo cantar ante el asombro de Fernando, que no sabía de dónde salía tan bella voz. Los otros genios hacían coro imitando el son de las campanas.
Fernando sentía desfallecer su corazón. Pensaba que aquellas voces eran las de las sirenas que anunciaban la muerte de su padre.
Próspero y Miranda salieron a su encuentro. Miranda, que desde su infancia no había visto a otro hombre que a su padre, creyó ver en Fernando un espíritu. A Fernando la joven le inspiró en seguida un inefable amor que expresó al punto.
Próspero hizo probar la fuerza del súbito amor de los jóvenes y fingiendo creer que Fernando era un espía, le dirigió bruscamente la palabra.
-Voy - le dijo- a encadenarte. Por comida te daré solamente raíces y beberás agua del mar.
El príncipe trató de sacar la espada para atacar a Próspero, pero éste, con su poder mágico, ató la espada a la vaina y echó al suelo a Fernando.
Comprendiendo que había caído en manos de un mago, Fernando no intentó desafiar más a Próspero, pensando, además, que siendo prisionero podía ver a Miranda diariamente desde su entierro.
Miranda no comprendía el proceder inhumano de su padre.
-No os desaniméis -dijo al príncipe-. Mi padre es mejor de lo que ahora podéis juzgar por su conducta. Nunca le oí hablar con tanta crueldad.
Entretanto, el rey de Nápoles lloraba la muerte de su hijo, seguro de que había naufragado. Apenas si las frases de sus acompañantes le habían encendido una esperanza.
Próspero seguía practicando su venganza ejemplar. Ariel, a su mandato, aterrorizaba a los náufragos de mil maneras. Los perseguía transformado en una traílla de perros hambrientos. Y, cuando principiaban a desfallecer, adoptaba con los demás genios, formas diversas y extrañas. Ya hacía surgir frente a ellos un banquete espléndido; ya se transformaba en un ave gigantesca; ya desvanecíase en el aire llevándose los manjares. Por fin Ariel hizo saber al rey de Nápoles y al traidor Antonio el motivo de sus desgracias, que eran el castigo a su conducta para con el duque Próspero.
Entonces apareció el mismo duque de Milán. Y al ver que, atemorizados y arrepentidos, su hermano Antonio y el duque de Nápoles le pedían perdón y le rogaban que volviera a Milán, accedió olvidando sus faltas.
Luego, al oír al rey de Nápoles lamentarse de la muerte de su hijo y juzgarla como merecido castigo de sus violencias, Próspero dijo:
-Ya que me habéis devuelto mi ducado, yo os devolveré algo que os dará mucho placer. Y los condujo a la caverna donde el rey pudo ver a su hijo Fernando al lado de la hermosa Miranda.
Rogó el rey a Miranda le perdonara su pasado error. Y cuando Fernando le expresó su deseo de desposarla, su felicidad fue completa.
Ariel, en tanto, había despertado a los marineros que saltaron a tierra uniéndose a la alegría de todos. Y al día siguiente embarcaron a Nápoles. Ariel hacia soplar la brisa que conducía, ligera, el barco, hinchando las blancas velas. Era su último servicio a Próspero. Luego, entonando un canto de alegría, quedó libre para siempre

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"Y colorín colorado, este cuento se ha acabado"

  KUMAS

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