HERMANN
Y DOROTEA
(Toda la ciudad salió ese día a la carretera para ver
una caravana de proscritos. El mesonero de El
León de Oro no podía presenciar el infortunio de esa gente que abandonaba
las fértiles praderas de allende el Rhin, devastadas por la guerra; pero su
mujer escogió algunas piezas de ropa usada, provisiones y bebidas, y mandaron a
su hijo Hermann que las repartiese entre los proscritos. Mientras tanto, ella y
su esposo esperaban el regreso de sus vecinos-el Pastor y el boticario-para
oírles comentar tan desgraciado suceso).
HERMANN
Al penetrar en la sala el gallardo mancebo, dirigióle
el pastor una escrutadora y penetrante mirada, observando su porte y su
semblante, como quien lee fácilmente en una fisonomía.
-Volvéis muy cambiado -díjole luego amistosamente y
sonriéndole-. Nunca os vi la cara tan alegre, ni tan viva la mirada. Volvéis
contento y sereno; se conoce que habéis distribuido vuestros dones a los pobres
y recibido sus bendiciones.
-Ignoro si he hecho una acción digna de alabanza,
contestó el joven con calma y seriedad- pero mi corazón me ha obligado a
hacerla tal como voy a contaros. Mucho habéis buscado, madre, para encontrar y
escoger la ropa usada; tarde estuvo listo el paquete, y el vino y la cerveza
fueron, también, lenta y cuidadosamente embalados. Cuando, por fin, salí de la
ciudad y gané la carretera,
encontré la muchedumbre de conciudadanos, mujeres y
niños, que volvían, pues el cortejo de los desterrados estaba ya lejos. Acelere
el paso a mis caballos y corrí al
pueblo, donde oí decir que debían hacer alto y pasar la noche. Como en todo el
trayecto, continué caminando por la carretera, cuando descubrí, a mi frente, un
carro de sólida construcción, arrastrado por los dos más hermosos y fuertes
bueyes que he visto de procedencia extranjera. Al lado del carro marchaba con
paso firme una joven dirigiendo con una larga varita el poderoso tiro,
acelerándolo, parándolo, conduciéndolo en fin con rara habilidad. Luego que me
vio, acercóse tranquilamente a mis caballos y me dijo:
-No siempre hemos vivido en la miseria en que nos véis
hoy por este camino, ni estoy acostumbrada todavía a implorar la limosina al
extraño, que muchas veces la da de mala gana y para desembarazarse del pobre;
pero la necesidad es la que me obliga a hablar. Aquí, echada en la paja, la
esposa del rico hacendado acaba a luz; la
he salvado con grandes cuidados. Llegamos más tarde que los otros y temo que no
podrá sobrevivir a su infortunio. El recién nacido está desnudo en sus brazos, y
los nuestros poco podrían hacer para socorrernos aunque los encontrásemos en el
pueblo cercano, donde hoy pensamos descansar; me temo no obstante que ya habrán
partido. Si sois de estas cercanías y tenéis algo de ropa de que podáis prescindir, dadlo en
caridad a estos pobres.
Así dijo. La pobre mujer, horriblemente pálida,
incorporada con gran esfuerzo en la paja, me miraba con fijeza.
-Verdaderamente, contesté, un espíritu divino habla frecuentemente
a las buenas almas para hacerles sentir la desgracia que amenaza a sus pobres
hermanos. Así le ha sucedido a mi madre, quien presintiendo vuestro dolor, me
ha entregado un paquete para ofrecerlo a la desnuda indigencia.
Diciendo estas palabras, deslié los nudos del cordón y
entregué a la muchacha la bata de mi padre; le di también las camisas y las
sábanas. Dióme las gracias con grandes transportes de alegría y exclamó:
-Los dichosos no creen que sucedan todavía milagros
y, sin embargo, en el infortunio se conoce la mano de Dios que conduce a los
buenos hacia las bellas acciones. ¡Dios
quiera devolveros el mismo bien, que El nos hace por vos!
Mientras, veía yo a la enferma, palpando con alegría
las diversas ropas, sobre todo la suave franela de la bata.
-Apresurémonos, le dijo la muchacha, a llegar al pueblo
donde nuestra gente ya descansa y pasará la noche. Allí prepararé en seguida
los pañales del niño.
Me saludó una vez más, me dio las más expresivas
gracias, luego aguijoneó los bueyes y el carro siguió su camino. Me paré,
reteniendo mis caballos, pues dudaba entre dos ideas. ¿Debía seguir rápidamente
hacia el pueblo y repartir las provisiones a los demás desterrados o
entregárselo todo a la muchacha para que con mayor prudencia ella los
distribuyera? Me decidí de pronto, la seguí y, alcanzándola, me apresuré a
decirle:
-Buena muchacha. Mi madre no ha puesto solamente en
mi carruaje ropa para vestir a los necesitados; ha puesto también provisiones y
bebidas, de las que tengo en abundancia en los cajones del coche. Pero ahora
quisiera poner todos estos dones en tus manos. De esta manera cumpliría mucho
mejor mi encargo, por que tú repartirás con inteligencia y yo me vería obligado
a hacerlo al azar.
-Distribuiré vuestros dones con entera fidelidad.
¡Cuántos pobres regocijaréis con ellos! -me contestó.
Abrí en seguida los cajones del coche, saqué los
pesados jamones, los panes, las botellas de vino y de cerveza, y se lo di todo;
más hubiera querido darle, pero ya los cajones quedaban vacíos. Púsolo todo en
su carruaje, a los pies de la pobre mujer, y prosiguió su camino. Yo tomé con
mis caballos el camino de la ciudad.
En cuanto concluyó Hermann su relación, el hablador
boticario tomó en seguida la palabra y exclamó:
-¡Cuán dichoso es, en estos días de destierro y de
dolor, el que vive solo en su casa y no ve a su mujer y a sus hijos apretarse,
con angustia, a su alrededor! Me siento feliz ahora. No quisiera, ni con mucho,
ser hoy padre de familia y tener que temer por mi mujer y mis hijos. A menudo
he pensado en la huída y he recogido mis mejores efectos; la plata antigua y
las cadenas de mi difunta madre, que aún conservo. A pesar de todo, sería
preciso abandonar muchas cosas difíciles de reemplazar. Echaría mucho en falta
mis plantas y raíces medicinales, recogidas con grandes cuidados, aunque su
valor sea poco; pero, dejando en casa a mi dependiente, marcharía sin ningún
temor. Si salvo mi dinero y mi persona ya está todo salvado. Un hombre solo se
escapa como un pájaro.
-No soy de vuestro parecer, vecino -replicó el joven
Hermann con energía-, y no puedo aprobar vuestras palabras. ¿Es hombre digno el
que en la desgracia y en la fortuna no piensa más que en sí, que no comparte
con nadie sus alegrías ni sus penas y cuyo corazón no le impulsa a ello? Hoy
más que nunca me decidiría a casarme, pues muchas jóvenes tienen necesidad de
un hombre que las proteja, y los hombres de una mujer que los consuele, cuando
les amenaza algún peligro.
-Me gusta oírte hablar así-, dijo el padre sonriendo
a su hijo.
-Pocas veces has pronunciado palabras tan acertadas.
-Hijo mío -se apresuró a interrumpir la buena madre,
tus padres te han dado el ejemplo. No fue en días de fiesta en que nos
prometimos; muy al contrario, la hora más triste nos unió. Un día antes había
estallado aquel formidable incendio que redujo a ceniza nuestra pequeña ciudad….hace
de esto veinte años.
-La idea de nuestro hijo es digna de alabanza
-contestó vivamente el padre, es muy cierta también, querida esposa, la historia
que contaste; así, exactamente, fue como sucedieron las cosas. Pero siempre lo
mejor es preferible. No le ocurre a todo el mundo el empezar la vida y la
fortuna desde el primer momento; tampoco todo el mundo está obligado a angustiarse
tanto como nosotros. iOh! ¡Qué feliz es el que recibe de sus padres una casa ya
bien provista y que él no tiene más que enriquecer! Todo principio es escabroso
y más que ninguno el de una familia. Son muchas las necesidades y todo encarece
más cada día. Debe, pues, el hombre ponerse en condiciones de ganar más dinero.
Por tanto espero de ti, querido Hermann, que traerás pronto a casa una muchacha
hermosa y bien dotada, pues un bravo mozo merece una joven rica. ¡Es tan
agradable ver llegar, junto con la mujercita deseada, cofres y canastas de
útiles regalos! No en vano, durante muchos años, la madre prepara en abundancia
para su hija el fino y sólido lienzo; no en vano los padrinos le regalan
objetos de plata y el padre pone aparte en su alcancía la escasa moneda de oro,
pues su hija debe agradar, algún día, con sus bienes y regalos, al muchacho que
la ha escogido entre todas. Sí, yo sé cuán dichosa se encuentra en su casa la
mujercita, cuando mira sus propios muebles en la cocina y en las habitaciones;
y cuando ella misma ha proporcionado la ropa de mesa y cama. No quisiera ver en
casa más que una esposa con un buen dote; la mujer pobre acaba por ser odiosa a
su marido; se mira como a una criada que ha entrado con un pequeño lío. Los
hombres nunca son justos; el tiempo y el amor pasan. Sí, Hermann mío, tú
alegrarías mucho mi vejez si trajeras pronto a casa una nuerecita del
vecindario, de aquella casa verde. El padre es rico, su comercio y sus fábricas
prosperan de día en día. (¡En qué no gana el comerciante!) No tiene más que
tres hijas y serán las únicas que se repartirán sus bienes. La mayor sé ya que
está prometida; pero la segunda y la pequeña están libres, aunque quizás no lo
estén por mucho tiempo. Si yo hubiese estado como tú, no hubiera vacilado;
hubiera ido a buscar una de estas muchachas, como me lleve a tu madre.
-En verdad -contestó el hijo modestamente a las
instancias de su padre- mi deseo era, como el vuestro, escoger por esposa a una
de las hijas de nuestro vecino. Nos hemos criado juntos, hemos jugado muchas
veces en la fuente de la plaza y a menudo las he defendido de las travesuras de
los chiquillos. Hace de esto ya mucho tiempo. Las muchachas ya mayores
quedábanse juiciosamente en sus casas y rehuían nuestros revoltosos juegos. Han
recibido buena educación; por complaceros he ido algunas veces a visitarlas
como antiguas amigas, pero nunca me ha gustado su compañía; siempre tenía que
sufrir sus burlas. Mi chaquetón era excesivamente largo, la ropa muy ordinaria
y el color muy vulgar; mis cabellos estaban mal cortados y peor rizados. Por
fin, quise hacer como esos dependientes que iban a su casa los domingos y que
en verano se pavonean con sus trajes de seda, pero reparé que se burlaban
siempre de mí y me sentí molesto; mi dignidad quedó ofendida. Sin embargo, lo
que me mortificaba más todavía era no ver reconocida la buena voluntad que les
tenía; sobre todo a Minette, la más joven. Fui a visitarlas, la última vez, por
Pascua; me había puesto el traje nuevo, que ahora tengo colgado en el armario,
e iba peinado y rizado como los demás. Cuando entré, se echaron a reír; pero no
creí que fuera yo la causa. Minette estaba tocando el clavicordio. Su padre,
satisfecho y de buen humor, se complacía oyendo cantar a su hija. Las canciones
tenían muchas palabras que yo no entendía; pero oí repetir a menudo Pamina y otras veces Tamino. No quise, sin embargo, quedarme
mudo. En cuanto concluyó, pregunté qué significaban aquellas palabras y quiénes
eran aquellos personajes. Todo el mundo se callaba y sonreía hasta que al fin
me dijo el padre: ¿Verdad, amigo mío, que no conoces más que a Adán y Eva?
Entonces nadie se aguantó más; las muchachas se echaron a reír, los muchachos
igualmente y el padre tenía que sostenerse el vientre con ambas manos. En mi
confusión se me cayó el sombrero y las risas continuaron a pesar de sus juegos
y sus cantos, Me apresuré a volver a casa, vergonzoso y disgustado; coloqué el
traje en el armario, alisé mis cabellos con los dedos y juré no volver más a
esa, casa. Hice bien, pues son vanidosas e insensibles y he oído decir que en
su casa no me llaman más que Tamino.
-Hermann - contestó la madre-, no debieras estar
tanto tiempo enfadado con estas muchachas, pues todas son muy niñas todavía. La
verdad es que Minette es buena y siempre te ha tenido afecto. El otro día me
preguntó por ti. Debieras fijar en ella tu elección.
-No sé, replicó el hijo titubeando; esta pena me dejó
una impresión tan profunda que, verdaderamente, no podría volverla a ver en el
clavicordio, ni escuchar sus canciones.
- Oyendo esto, dijo el padre violentamente, me
complaces muy poco. Te he dicho varias veces, al ver que no te gustaban más que
los caballos y el trabajo: Haces lo que puede hacer el criado de un hombre
rico; y en tanto me veo abandonado de un hijo que podría honrarme a los ojos de
mis conciudadanos. Tu madre me
engañaba, con vanas esperanzas, cuando no podías
llegar a aprenden en la escuela, a leer y a escribir como los demás niños,
ocupando siempre el último sitio. Esto es lo que sucede cuando un muchacho no
desea instruirse y el sentimiento del honor no domina en su corazón. Si mi
padre hubiera hecho por mí lo que yo contigo, si se hubiera mandado a la
escuela y dado maestros, hoy sería otra cosa que mesonero del León de Oro. Entre
tanto, el hijo se había levantado y sé acercaba en silencio a la puerta.
Gritóle entonces el padre irritado:
-Vete, vete, conozco tu carácter. Vete, continúa
trabajando para la casa para que no tenga que regañarte; pero no pienses traerme
por nuera una campesina o una palurda. He vivido mucho y sé tratar a las
gentes; sé recibir a los caballeros y señoras para que se vayan satisfechos de
mi casa, sé hacerme agradable a los extranjeros; pero quiero que mi nuera me
guarde todas las atenciones y que aminore mis grandes fatigas, quiero que me
complazca toca el clavicordio, y quiero, por fin, que el gran mundo y la buena
sociedad se reúnan gustosos en mi casa, como hacen los domingos en la de mi
vecino.
Entonces Hermann, levantando suavemente el pestillo, salió
de la sala.
(Mientras los señores discutían, la madre fue en
busca Hermann. Lo encontró lleno de inquietudes, recostado a la sombra de un
gran peral. Quería ir a la guerra, salir de su casa monótona; pero la madre, ganando cariñosamente la
confianza del hijo, supo la causa verdadera de tan extraños sentimientos:
Hermann amaba a la proscrita que le pidió socorro.
Refunfuñando, el padre permitió a Hermann que saliese
a buscarla; pero el Pastor y el boticario deberían inquirir primero su procedencia,
calidad y virtudes. Así, los tres se trasladaron al pueblecillo donde iban a
pasar la noche los de la caravana; sólo que Hermann prefirió esperar a sus
amigos en la carretera. Regresaron ellos sumamente complacidos de las alabanzas
que el anciano juez, las mujeres, los niños, todo el cortejo en fin, prodigaron
a la bella proscrita. Sin embargo, Hermann parecía triste: ¿Cómo podría una
mujer buena y hermosa, en la flor de la edad, no haber dado ya su corazón a un hombre
digno? Hermann suplicó a sus vecinos que regresasen a la ciudad en el coche. El
volvería, más tarde, a través del campo).
DOROTEA
Como el caminante, que antes de la puesta del sol
dirige sus miradas, una vez más, al astro pronto a desaparecer, y ve flotar
luego su imagen en el bosque sombrío, sobre las crestas de las rocas; como
donde quiera que mire, acude el sol y brilla y fluctúa con magníficos colores,
así la imagen de la bella extranjera se deslizaba suavemente delante de Hermann
y parecía seguir el camino de entre los trigos. Despertóse, sin embargo, de
este sorprendente sueño y se dirigía lentamente hacia el pueblo, cuando se
sorprendió nuevamente, pues avanzaba, otra vez, a su encuentro, la noble figura
de la admirable doncella. Observó atentamente; no eran apariencias. Era ella
misma que llevaba en las manos dos jarras de asa, una mayor que otra, y andaba
con presteza hacia la fuente. Hermann se adelantó, gozoso, a su encuentro; su
vista le infundió fuerza y valor, y habló en estos términos:
-Te encuentro otra vez, virtuosa joven, ocupada en
llevar socorro al prójimo y complaciéndote en aliviar a tus hermanos. Díme, ¿por
qué vienes sola a esta fuente lejana, teniendo otras cerca del lugar? Sin duda
ésta tiene una virtud particular y gusto agradable, y me figuro que se la
llevas a aquella enferma que salvaste con tus asiduos cuidados.
-Mi excursión a la fuente -dijo la joven, después de
saludarle graciosamente-, queda ya compensada, pues que me encuentro al hombre
caritativo que tantas cosas nos dio. La presencia del donante es tan agradable
como los dones. Pues bien, venid y ved por vuestros propios ojos quiénes han sido
los que se han aprovechado de vuestra liberalidad, y recibid las gracias de los
desgraciados que aliviásteis. Pero, para enteraros antes del por qué he venido
a esta fuente que sin cesar mana tan pura, os diré que, con imprevisión, los
hombres han enturbiado toda el agua del pueblo, haciendo patear a sus caballos
y bueyes, al atravesar el manantial que surte a sus habitantes. Lavando su ropa
han ensuciado todas las pilas y fuentes del lugar, pues cada cual sólo piensa
más en proveerse de lo necesario prontamente, sin acordarse del que viene
detrás.
Hablando así, habían llegado al pie de los anchos
escalones y se sentaron en la pequeña pared que rodea el manantial.
Inclinóse sobre el agua para tomarla, y él, cogiendo
la otra jarra, hizo lo propio. Entonces vieron sus imágenes, reflejadas,
balancearse en el azul del cielo, hacerse señas y saludarse amistosamente en el
espejo.
-Déjame beber, dijo alegremente el muchacho.
Presentóle ella la jarra y descansaron luego los dos
familiarmente apoyados sobre las cántaras.
-Dime, dijo por fin ella a su amigo: ¿Por qué te
encuentro, aquí, sin carruaje ni caballos y lejos del sitio donde antes te vi?
¿Cómo has venido?
Pensativo, Hermann permanecía con los ojos fijos en
el suelo, Levantólos luego tranquilamente, mirándola y fijándolos en los de
ella, y sintióse tranquilo y confiado. Sin embargo, le era imposible, hablar de
amor a la extranjera. Los ojos de la muchacha no expresaban amor, sino una gran
prudencia que obligaba a hablar con sentimiento. Se sobrepuso por fin, y díjole
cordialmente:
-Déjame hablar, hija mía, y contestar a tus
preguntas. Por ti he venido. ¿A qué esconderlo? Vivo feliz al
lado de mis padres, a quienes ayudo, fielmente, a gobernar nuestra casa y
nuestros bienes. Soy hijo único y nuestros trabajos numerosos. Yo cultivo la
tierra, mi padre gobierna con asiduidad la casa, y mi laboriosa madre cuida de
conservar el orden doméstico. Sin duda, habrás
observado que los criados, molestando a su ama con su
infidelidad, la obligan a cambiar y a trocar defecto por defecto. Así, pues, mi
madre deseaba desde hace tiempo, para su casa, una muchacha que le ayudase no
solamente con sus brazos, sino con el corazón, y reemplazase a la hija que tuvo
la desgracia de perder, siendo muy joven. Cuando te vi en el carro demostrar
tanta destreza, cuando he visto la fuerza de tu brazo y tu perfecta salud,
cuando oi tus atinadas palabras, corrí a casa, muy sorprendido, para hacer a
mis padre y amigos el elogio que merece la extranjera. Ahora vengo a exponerte
su deseo y el mío. . . . Perdona mi turbación....
-Acabad sin temor, contestó ella. No me ofendéis: os
he escuchado con agradecimiento. Hablad sin rodeos; la palabra no me asusta.
Deseáis tomarme como sirvienta de vuestros padres, para cuidar de vuestra casa,
bien sostenida hasta ahora, y creéis encontrar en mí una muchacha diligente,
habituada al trabajo y de carácter bondadoso. Vuestra proposición ha sido
buena, fuerza es que mi respuesta lo sea también. Iré con vos, obedeciendo al
destino que me llama. Mi deber queda cumplido. He conducido a la enferma cerca
de los suyos que, contentos de su salvación, se hallan ya reunidos. Todos están
persuadidos de que pronto volverán a su patria. El desterrado acostumbra a
hacerse siempre estas ilusiones; pero yo no me engaño con esa frívola
esperanza, en días tan tristes, que prometen ser muchos más aún. Pues los lazos
del mundo están, ya rotos ¿quién podrá apretarlos, sino las últimas desgracias
que nos amenazan? Si puedo ganarme la vida como sirvienta en casa de un hombre
respetable, bajo la vigilancia de una buena ama, lo haré gustosa; una muchacha
errante goza siempre de dudosa reputación. Os seguiré, pues, en cuanto haya
devuelto las jarras a mis amigos y recibido las bendiciones de aquellas buenas
gentes.
Hermann escuchó con alegría la resolución de la joven
y se preguntó si no debía, ahora, revelarle la verdad; pero le pareció mejor
dejarla en el engaño, conducirla a su casa, y únicamente allí buscar su amor. ¡Ah!
¡Veía un aro de oro en el dedo de la extranjera!.... No quiso, pues,
interrumpirla y siguió escuchando con atento oído.
-Volvámonos, continuó. Se critica siempre a las
muchachas que están mucho rato en la fuente, ¡Y, sin embargo, es tan agradable
charlar cerca del bullicioso manantial!
Se levantaron y miráronse los dos, una vez más, en la
fuente, y un dulce pesar se apoderó de ellos.
Entonces ella, sin decir nada, tomó las dos jarras
por el asa y subió los escalones, mientras Hermann, siguiéndola, le pidió una
de las jarras para aligerar su peso.
-Dejad, dijo ella, la carga igualada es más fácil de
llevar. Y el dueño que más tarde ha de mandarme no debe servirme. No me miréis
tan seriamente y como si mi suerte fuese digna de compasión. La mujer, desde
muy pronto, debe acostumbrarse a servir según su destino, pues sólo sirviendo
se llega por fin a mandar y a poseer la merecida autoridad que en el hogar le
pertenece. Desde pequeña, sirve a su hermano y a sus padres, y durante toda su
vida no cesa de ir y venir, de llevar, preparar y trabajar para los demás. Muy
dichosa es, si de esta manera se acostumbra a no encontrar ningún camino
demasiado penoso.
Así hablando, había llegado, al través de los
jardines, con su silencioso compañero, hasta la era de la granja, donde
descansaba la enferma a quien había dejado contenta entre sus hijos. Entraron
ambos, mientras por el otro lado apareció, al mismo tiempo, el juez, con un
niño de cada mano. Su madre desolada, hasta entonces no supo qué había sido de
ellos, y el anciano habíalos encontrado entre la multitud. Llegaron saltando de
alegría, saludaron a su buena madre y se regocijaron con la vista de su
hermano, su nuevo camarada. Luego se echaron encima de Dorotea y le saludaron
amistosamente, pidiéndole pan y fruta, pero ante todo, qué beber. Ofreció agua
a todo el mundo. Saciáronse todos y elogiaron tan excelente agua. Era algo
ácida, refrescante y muy higiénica.
-Amigos míos, dijo entonces la joven, mirándolos
seriamente. Esta es, me figuro, la última vez que presento la jarra a vuestros
labios, para refrescarlos. De ahora en adelante, cuando durante el calor del
día bebáis la salutífera agua, cuando encontréis bajo la sombra el descanso y
el puro manantial, acordaos de mí y de los afectuosos servicios que os he prestado,
más como amiga que como parienta. Del bien que me habéis hecho me acordaré toda
mi vida. Os dejo con sentimiento; pero hoy cada uno de nosotros es para los
demás mejor una carga que un alivio. Ved al joven a quien debéis todos aquellos
presentes, los pañales del niño y las bienvenidas provisiones; viene a
alquilarme, desea tenerme en su casa, para que sirva a sus buenos y ricos
padres. No rehusó, pues una muchacha está siempre llamada a servir y seríale
molesto quedarse ociosa en casa y verse servida. Le seguiré, pues, gustosa.
Parece ser un joven prudente, y sus padres serán, a no dudarlo, tal como deben
de ser los ricos. ¡Adiós, pues, querida amiga! ¡Que este hijo, lleno de vida
que fija en vos su inquieta mirada, labre vuestra felicidad! Cuando lo
estrechéis en vuestro seno con estos pañales de colores, acordaos del hombre
que os los dio y que ahora dará a vuestra amiga alimento y vestido. Y vos,
excelente hombre, añadió, volviéndose hacia el juez, sed bendecido por haberme
servido de padre en más de una ocasión.
Arrodillóse luego delante de la buena mujer, besó su
rostro lleno de lágrimas y recogió el dulce murmullo de su bendición.
-Merecéis, amigo mío, dijo el venerable juez, ser
contado entre los hombres prácticos, atentos siempre a procurarse personas, de
mérito para administrar los quehaceres de la casa. A menudo he visto que se
examina cuidadosamente a los bueyes, a los caballos y al ganado que se quiera
vender o cambiar, mientras que el azar es el que proporciona a quien se confía
la casa. Pero vos sois hombre hábil y habéis tomado para serviros y servir a
vuestros padres, una persona virtuosa. Tratadla bien, pues tanto tiempo como
sirva en vuestra casa, no sentiréis la necesidad de tener una hermana, ni
vuestros padres una hija.
En esto llegaron algunos próximos parientes de la enferma,
la trajeron diferentes cosas y le anunciaron mejor morada. Supieron todos la
resolución de la joven y bendijeron a Hermann con ojos expresivos, mientras
comunicábanse sus secretos pensamientos y se decían al, oído: “Si de su dueño
pasa a ser esposo, ya tiene labrada su fortuna.”
Partamos, dijo Hermann, tomándola de la mano. El día
declinaba ya y la pequeña ciudad está distante.
Entonces las mujeres, cuya charla se animaba,
abrazaron a Dorotea. Hermann la arrastraba, mientras ella encargaba todavía su
despedida a los amigos ausentes. Los niños, gritando y llorando
desesperadamente, se colgaban de su ropa y no querían dejar marchar a su
segunda madre.
Algunas mujeres les impusieron silencio, diciéndoles:
Callaos, niños. Va a la vecina ciudad y os traerá buen mazapán, que vuestro
hermanito ha encargado para vosotros, cuando, al traerlo una cigüeña, pasó por
delante de la confitería. Muy pronto, pues, la veréis volver trayéndoos los
hermosos cuernos dorados.
Los niños dejáronla entonces partir, y Hermann la
arrancaba a duras penas de los últimos abrazos y de los pañuelos que desde
lejos la saludaban.
(Cuando Hermann y Dorotea entraron a la casa, nadie
se sorprendió de su presencia. El padre saludó a Dorotea, diciéndole
familiarmente: Hija mía, veo que Hermann demuestra tan buen gusto como su
padre. Siempre, en los bailes, mi pareja fue la más hermosa, y luego me casé
con la más linda de las mujeres: vuestra madrecita. Por la novia se conoce el
carácter del novio y se sabe apreciarlo justamente; pero, sin duda, poco tiempo
necesitaste para resolverte, por más que, a decir verdad, no es muy penoso
seguir a Hermann.
Dorotea quedó profundamente confundida, porque las
palabras del mesonero le parecían una burla cruel. Antes de que Hermann pudiese
darle una explicación, ella se apresuró a pedir disculpas. Sin reflexionarlo
casi -dijo- vine como criada por amor a Hermann con la esperanza de agradarle
algún día; pero el saludo del padre le descubrió sus propios sentimientos y la
llenaba de vergüenza. Sin duda, su pretensión era absurda. ¿Cómo pudo pensar
que Hermann amaría a una sirvienta?
Hermann no la dejó continuar. Le dijo que sus padres
saludaban en ella a la novia porque como tal la quería. De manera que,
volviendo el júbilo a los corazones, ahí mismo celebró el Pastor los
desposorios de Hermann y Dorotea, los perfectos amantes.)
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