viernes, 4 de julio de 2014

HERMANN Y DOROTEA



HERMANN Y DOROTEA

(Toda la ciudad salió ese día a la carretera para ver una caravana de proscritos. El mesonero de El León de Oro no podía presenciar el infortunio de esa gente que abandonaba las fértiles praderas de allende el Rhin, devastadas por la guerra; pero su mujer escogió algunas piezas de ropa usada, provisiones y bebidas, y mandaron a su hijo Hermann que las repartiese entre los proscritos. Mientras tanto, ella y su esposo esperaban el regreso de sus vecinos-el Pastor y el boticario-para oírles comentar tan desgraciado suceso).

HERMANN

Al penetrar en la sala el gallardo mancebo, dirigióle el pastor una escrutadora y penetrante mirada, observando su porte y su semblante, como quien lee fácilmente en una fisonomía.
-Volvéis muy cambiado -díjole luego amistosamente y sonriéndole-. Nunca os vi la cara tan alegre, ni tan viva la mirada. Volvéis contento y sereno; se conoce que habéis distribuido vuestros dones a los pobres y recibido sus bendiciones.
-Ignoro si he hecho una acción digna de alabanza, contestó el joven con calma y seriedad- pero mi corazón me ha obligado a hacerla tal como voy a contaros. Mucho habéis buscado, madre, para encontrar y escoger la ropa usada; tarde estuvo listo el paquete, y el vino y la cerveza fueron, también, lenta y cuidadosamente embalados. Cuando, por fin, salí de la ciudad y gané la carretera,
encontré la muchedumbre de conciudadanos, mujeres y niños, que volvían, pues el cortejo de los desterrados estaba ya lejos. Acelere  el paso a mis caballos y corrí al pueblo, donde oí decir que debían hacer alto y pasar la noche. Como en todo el trayecto, continué caminando por la carretera, cuando descubrí, a mi frente, un carro de sólida construcción, arrastrado por los dos más hermosos y fuertes bueyes que he visto de procedencia extranjera. Al lado del carro marchaba con paso firme una joven dirigiendo con una larga varita el poderoso tiro, acelerándolo, parándolo, conduciéndolo en fin con rara habilidad. Luego que me vio, acercóse tranquilamente a mis caballos y me dijo:
-No siempre hemos vivido en la miseria en que nos véis hoy por este camino, ni estoy acostumbrada todavía a implorar la limosina al extraño, que muchas veces la da de mala gana y para desembarazarse del pobre; pero la necesidad es la que me obliga a hablar. Aquí, echada en la paja, la esposa del rico hacendado acaba a luz;  la he salvado con grandes cuidados. Llegamos más tarde que los otros y temo que no podrá sobrevivir a su infortunio. El  recién nacido está desnudo en sus brazos, y los nuestros poco podrían hacer para socorrernos aunque los encontrásemos en el pueblo cercano, donde hoy pensamos descansar; me temo no obstante que ya habrán partido. Si sois de estas cercanías y tenéis algo  de ropa de que podáis prescindir, dadlo en caridad a estos pobres.
Así dijo. La pobre mujer, horriblemente pálida, incorporada con gran esfuerzo en la paja, me miraba con fijeza.
-Verdaderamente, contesté, un espíritu divino habla frecuentemente a las buenas almas para hacerles sentir la desgracia que amenaza a sus pobres hermanos. Así le ha sucedido a mi madre, quien presintiendo vuestro dolor, me ha entregado un paquete para ofrecerlo a la desnuda indigencia.
Diciendo estas palabras, deslié los nudos del cordón y entregué a la muchacha la bata de mi padre; le di también las camisas y las sábanas. Dióme las gracias con grandes transportes de alegría y exclamó:
-Los dichosos no creen que sucedan todavía milagros y, sin embargo, en el infortunio se conoce la mano de Dios que conduce a los buenos hacia las bellas acciones.  ¡Dios quiera devolveros el mismo bien, que El nos hace por vos!
Mientras, veía yo a la enferma, palpando con alegría las diversas ropas, sobre todo la suave franela de la bata.
-Apresurémonos, le dijo la muchacha, a llegar al pueblo donde nuestra gente ya descansa y pasará la noche. Allí prepararé en seguida los pañales del niño.
Me saludó una vez más, me dio las más expresivas gracias, luego aguijoneó los bueyes y el carro siguió su camino. Me paré, reteniendo mis caballos, pues dudaba entre dos ideas. ¿Debía seguir rápidamente hacia el pueblo y repartir las provisiones a los demás desterrados o entregárselo todo a la muchacha para que con mayor prudencia ella los distribuyera? Me decidí de pronto, la seguí y, alcanzándola, me apresuré a decirle:
-Buena muchacha. Mi madre no ha puesto solamente en mi carruaje ropa para vestir a los necesitados; ha puesto también provisiones y bebidas, de las que tengo en abundancia en los cajones del coche. Pero ahora quisiera poner todos estos dones en tus manos. De esta manera cumpliría mucho mejor mi encargo, por que tú repartirás con inteligencia y yo me vería obligado a hacerlo al azar.
-Distribuiré vuestros dones con entera fidelidad. ¡Cuántos pobres regocijaréis con ellos! -me contestó.
Abrí en seguida los cajones del coche, saqué los pesados jamones, los panes, las botellas de vino y de cerveza, y se lo di todo; más hubiera querido darle, pero ya los cajones quedaban vacíos. Púsolo todo en su carruaje, a los pies de la pobre mujer, y prosiguió su camino. Yo tomé con mis caballos el camino de la ciudad.
En cuanto concluyó Hermann su relación, el hablador boticario tomó en seguida la palabra y exclamó:

-¡Cuán dichoso es, en estos días de destierro y de dolor, el que vive solo en su casa y no ve a su mujer y a sus hijos apretarse, con angustia, a su alrededor! Me siento feliz ahora. No quisiera, ni con mucho, ser hoy padre de familia y tener que temer por mi mujer y mis hijos. A menudo he pensado en la huída y he recogido mis mejores efectos; la plata antigua y las cadenas de mi difunta madre, que aún conservo. A pesar de todo, sería preciso abandonar muchas cosas difíciles de reemplazar. Echaría mucho en falta mis plantas y raíces medicinales, recogidas con grandes cuidados, aunque su valor sea poco; pero, dejando en casa a mi dependiente, marcharía sin ningún temor. Si salvo mi dinero y mi persona ya está todo salvado. Un hombre solo se escapa como un pájaro.
-No soy de vuestro parecer, vecino -replicó el joven Hermann con energía-, y no puedo aprobar vuestras palabras. ¿Es hombre digno el que en la desgracia y en la fortuna no piensa más que en sí, que no comparte con nadie sus alegrías ni sus penas y cuyo corazón no le impulsa a ello? Hoy más que nunca me decidiría a casarme, pues muchas jóvenes tienen necesidad de un hombre que las proteja, y los hombres de una mujer que los consuele, cuando les amenaza algún peligro.
-Me gusta oírte hablar así-, dijo el padre sonriendo a su hijo.
-Pocas veces has pronunciado palabras tan acertadas.
-Hijo mío -se apresuró a interrumpir la buena madre, tus padres te han dado el ejemplo. No fue en días de fiesta en que nos prometimos; muy al contrario, la hora más triste nos unió. Un día antes había estallado aquel formidable incendio que redujo a ceniza nuestra pequeña ciudad….hace de esto veinte años.
-La idea de nuestro hijo es digna de alabanza -contestó vivamente el padre, es muy cierta también, querida esposa, la historia que contaste; así, exactamente, fue como sucedieron las cosas. Pero siempre lo mejor es preferible. No le ocurre a todo el mundo el empezar la vida y la fortuna desde el primer momento; tampoco todo el mundo está obligado a angustiarse tanto como nosotros. iOh! ¡Qué feliz es el que recibe de sus padres una casa ya bien provista y que él no tiene más que enriquecer! Todo principio es escabroso y más que ninguno el de una familia. Son muchas las necesidades y todo encarece más cada día. Debe, pues, el hombre ponerse en condiciones de ganar más dinero. Por tanto espero de ti, querido Hermann, que traerás pronto a casa una muchacha hermosa y bien dotada, pues un bravo mozo merece una joven rica. ¡Es tan agradable ver llegar, junto con la mujercita deseada, cofres y canastas de útiles regalos! No en vano, durante muchos años, la madre prepara en abundancia para su hija el fino y sólido lienzo; no en vano los padrinos le regalan objetos de plata y el padre pone aparte en su alcancía la escasa moneda de oro, pues su hija debe agradar, algún día, con sus bienes y regalos, al muchacho que la ha escogido entre todas. Sí, yo sé cuán dichosa se encuentra en su casa la mujercita, cuando mira sus propios muebles en la cocina y en las habitaciones; y cuando ella misma ha proporcionado la ropa de mesa y cama. No quisiera ver en casa más que una esposa con un buen dote; la mujer pobre acaba por ser odiosa a su marido; se mira como a una criada que ha entrado con un pequeño lío. Los hombres nunca son justos; el tiempo y el amor pasan. Sí, Hermann mío, tú alegrarías mucho mi vejez si trajeras pronto a casa una nuerecita del vecindario, de aquella casa verde. El padre es rico, su comercio y sus fábricas prosperan de día en día. (¡En qué no gana el comerciante!) No tiene más que tres hijas y serán las únicas que se repartirán sus bienes. La mayor sé ya que está prometida; pero la segunda y la pequeña están libres, aunque quizás no lo estén por mucho tiempo. Si yo hubiese estado como tú, no hubiera vacilado; hubiera ido a buscar una de estas muchachas, como me lleve a tu madre.
-En verdad -contestó el hijo modestamente a las instancias de su padre- mi deseo era, como el vuestro, escoger por esposa a una de las hijas de nuestro vecino. Nos hemos criado juntos, hemos jugado muchas veces en la fuente de la plaza y a menudo las he defendido de las travesuras de los chiquillos. Hace de esto ya mucho tiempo. Las muchachas ya mayores quedábanse juiciosamente en sus casas y rehuían nuestros revoltosos juegos. Han recibido buena educación; por complaceros he ido algunas veces a visitarlas como antiguas amigas, pero nunca me ha gustado su compañía; siempre tenía que sufrir sus burlas. Mi chaquetón era excesivamente largo, la ropa muy ordinaria y el color muy vulgar; mis cabellos estaban mal cortados y peor rizados. Por fin, quise hacer como esos dependientes que iban a su casa los domingos y que en verano se pavonean con sus trajes de seda, pero reparé que se burlaban siempre de mí y me sentí molesto; mi dignidad quedó ofendida. Sin embargo, lo que me mortificaba más todavía era no ver reconocida la buena voluntad que les tenía; sobre todo a Minette, la más joven. Fui a visitarlas, la última vez, por Pascua; me había puesto el traje nuevo, que ahora tengo colgado en el armario, e iba peinado y rizado como los demás. Cuando entré, se echaron a reír; pero no creí que fuera yo la causa. Minette estaba tocando el clavicordio. Su padre, satisfecho y de buen humor, se complacía oyendo cantar a su hija. Las canciones tenían muchas palabras que yo no entendía; pero oí repetir a menudo Pamina y otras veces Tamino. No quise, sin embargo, quedarme mudo. En cuanto concluyó, pregunté qué significaban aquellas palabras y quiénes eran aquellos personajes. Todo el mundo se callaba y sonreía hasta que al fin me dijo el padre: ¿Verdad, amigo mío, que no conoces más que a Adán y Eva? Entonces nadie se aguantó más; las muchachas se echaron a reír, los muchachos igualmente y el padre tenía que sostenerse el vientre con ambas manos. En mi confusión se me cayó el sombrero y las risas continuaron a pesar de sus juegos y sus cantos, Me apresuré a volver a casa, vergonzoso y disgustado; coloqué el traje en el armario, alisé mis cabellos con los dedos y juré no volver más a esa, casa. Hice bien, pues son vanidosas e insensibles y he oído decir que en su casa no me llaman más que Tamino.
-Hermann - contestó la madre-, no debieras estar tanto tiempo enfadado con estas muchachas, pues todas son muy niñas todavía. La verdad es que Minette es buena y siempre te ha tenido afecto. El otro día me preguntó por ti. Debieras fijar en ella tu elección.
-No sé, replicó el hijo titubeando; esta pena me dejó una impresión tan profunda que, verdaderamente, no podría volverla a ver en el clavicordio, ni escuchar sus canciones.
- Oyendo esto, dijo el padre violentamente, me complaces muy poco. Te he dicho varias veces, al ver que no te gustaban más que los caballos y el trabajo: Haces lo que puede hacer el criado de un hombre rico; y en tanto me veo abandonado de un hijo que podría honrarme a los ojos de mis conciudadanos. Tu madre me
engañaba, con vanas esperanzas, cuando no podías llegar a aprenden en la escuela, a leer y a escribir como los demás niños, ocupando siempre el último sitio. Esto es lo que sucede cuando un muchacho no desea instruirse y el sentimiento del honor no domina en su corazón. Si mi padre hubiera hecho por mí lo que yo contigo, si se hubiera mandado a la escuela y dado maestros, hoy sería otra cosa que mesonero del León de Oro. Entre tanto, el hijo se había levantado y sé acercaba en silencio a la puerta. Gritóle entonces el padre irritado:
-Vete, vete, conozco tu carácter. Vete, continúa trabajando para la casa para que no tenga que regañarte; pero no pienses traerme por nuera una campesina o una palurda. He vivido mucho y sé tratar a las gentes; sé recibir a los caballeros y señoras para que se vayan satisfechos de mi casa, sé hacerme agradable a los extranjeros; pero quiero que mi nuera me guarde todas las atenciones y que aminore mis grandes fatigas, quiero que me complazca toca el clavicordio, y quiero, por fin, que el gran mundo y la buena sociedad se reúnan gustosos en mi casa, como hacen los domingos en la de mi vecino.
Entonces Hermann, levantando suavemente el pestillo, salió de la sala.
(Mientras los señores discutían, la madre fue en busca Hermann. Lo encontró lleno de inquietudes, recostado a la sombra de un gran peral. Quería ir a la guerra, salir de su casa monótona;  pero la madre, ganando cariñosamente la confianza del hijo, supo la causa verdadera de tan extraños sentimientos: Hermann amaba a la proscrita que le pidió socorro.
Refunfuñando, el padre permitió a Hermann que saliese a buscarla; pero el Pastor y el boticario deberían inquirir primero su procedencia, calidad y virtudes. Así, los tres se trasladaron al pueblecillo donde iban a pasar la noche los de la caravana; sólo que Hermann prefirió esperar a sus amigos en la carretera. Regresaron ellos sumamente complacidos de las alabanzas que el anciano juez, las mujeres, los niños, todo el cortejo en fin, prodigaron a la bella proscrita. Sin embargo, Hermann parecía triste: ¿Cómo podría una mujer buena y hermosa, en la flor de la edad, no haber dado ya su corazón a un hombre digno? Hermann suplicó a sus vecinos que regresasen a la ciudad en el coche. El volvería, más tarde, a través del campo).










DOROTEA

Como el caminante, que antes de la puesta del sol dirige sus miradas, una vez más, al astro pronto a desaparecer, y ve flotar luego su imagen en el bosque sombrío, sobre las crestas de las rocas; como donde quiera que mire, acude el sol y brilla y fluctúa con magníficos colores, así la imagen de la bella extranjera se deslizaba suavemente delante de Hermann y parecía seguir el camino de entre los trigos. Despertóse, sin embargo, de este sorprendente sueño y se dirigía lentamente hacia el pueblo, cuando se sorprendió nuevamente, pues avanzaba, otra vez, a su encuentro, la noble figura de la admirable doncella. Observó atentamente; no eran apariencias. Era ella misma que llevaba en las manos dos jarras de asa, una mayor que otra, y andaba con presteza hacia la fuente. Hermann se adelantó, gozoso, a su encuentro; su vista le infundió fuerza y valor, y habló en estos términos:
-Te encuentro otra vez, virtuosa joven, ocupada en llevar socorro al prójimo y complaciéndote en aliviar a tus hermanos. Díme, ¿por qué vienes sola a esta fuente lejana, teniendo otras cerca del lugar? Sin duda ésta tiene una virtud particular y gusto agradable, y me figuro que se la llevas a aquella enferma que salvaste con tus asiduos cuidados.
-Mi excursión a la fuente -dijo la joven, después de saludarle graciosamente-, queda ya compensada, pues que me encuentro al hombre caritativo que tantas cosas nos dio. La presencia del donante es tan agradable como los dones. Pues bien, venid y ved por vuestros propios ojos quiénes han sido los que se han aprovechado de vuestra liberalidad, y recibid las gracias de los desgraciados que aliviásteis. Pero, para enteraros antes del por qué he venido a esta fuente que sin cesar mana tan pura, os diré que, con imprevisión, los hombres han enturbiado toda el agua del pueblo, haciendo patear a sus caballos y bueyes, al atravesar el manantial que surte a sus habitantes. Lavando su ropa han ensuciado todas las pilas y fuentes del lugar, pues cada cual sólo piensa más en proveerse de lo necesario prontamente, sin acordarse del que viene detrás.
Hablando así, habían llegado al pie de los anchos escalones y se sentaron en la pequeña pared que rodea el manantial.
Inclinóse sobre el agua para tomarla, y él, cogiendo la otra jarra, hizo lo propio. Entonces vieron sus imágenes, reflejadas, balancearse en el azul del cielo, hacerse señas y saludarse amistosamente en el espejo.
-Déjame beber, dijo alegremente el muchacho.
Presentóle ella la jarra y descansaron luego los dos familiarmente apoyados sobre las cántaras.
-Dime, dijo por fin ella a su amigo: ¿Por qué te encuentro, aquí, sin carruaje ni caballos y lejos del sitio donde antes te vi? ¿Cómo has venido?
Pensativo, Hermann permanecía con los ojos fijos en el suelo, Levantólos luego tranquilamente, mirándola y fijándolos en los de ella, y sintióse tranquilo y confiado. Sin embargo, le era imposible, hablar de amor a la extranjera. Los ojos de la muchacha no expresaban amor, sino una gran prudencia que obligaba a hablar con sentimiento. Se sobrepuso por fin, y díjole cordialmente:
-Déjame hablar, hija mía, y contestar a tus preguntas. Por ti he venido. ¿A qué esconderlo? Vivo feliz al lado de mis padres, a quienes ayudo, fielmente, a gobernar nuestra casa y nuestros bienes. Soy hijo único y nuestros trabajos numerosos. Yo cultivo la tierra, mi padre gobierna con asiduidad la casa, y mi laboriosa madre cuida de conservar el orden doméstico. Sin duda, habrás
observado que los criados, molestando a su ama con su infidelidad, la obligan a cambiar y a trocar defecto por defecto. Así, pues, mi madre deseaba desde hace tiempo, para su casa, una muchacha que le ayudase no solamente con sus brazos, sino con el corazón, y reemplazase a la hija que tuvo la desgracia de perder, siendo muy joven. Cuando te vi en el carro demostrar tanta destreza, cuando he visto la fuerza de tu brazo y tu perfecta salud, cuando oi tus atinadas palabras, corrí a casa, muy sorprendido, para hacer a mis padre y amigos el elogio que merece la extranjera. Ahora vengo a exponerte su deseo y el mío. . . . Perdona mi turbación....
-Acabad sin temor, contestó ella. No me ofendéis: os he escuchado con agradecimiento. Hablad sin rodeos; la palabra no me asusta. Deseáis tomarme como sirvienta de vuestros padres, para cuidar de vuestra casa, bien sostenida hasta ahora, y creéis encontrar en mí una muchacha diligente, habituada al trabajo y de carácter bondadoso. Vuestra proposición ha sido buena, fuerza es que mi respuesta lo sea también. Iré con vos, obedeciendo al destino que me llama. Mi deber queda cumplido. He conducido a la enferma cerca de los suyos que, contentos de su salvación, se hallan ya reunidos. Todos están persuadidos de que pronto volverán a su patria. El desterrado acostumbra a hacerse siempre estas ilusiones; pero yo no me engaño con esa frívola esperanza, en días tan tristes, que prometen ser muchos más aún. Pues los lazos del mundo están, ya rotos ¿quién podrá apretarlos, sino las últimas desgracias que nos amenazan? Si puedo ganarme la vida como sirvienta en casa de un hombre respetable, bajo la vigilancia de una buena ama, lo haré gustosa; una muchacha errante goza siempre de dudosa reputación. Os seguiré, pues, en cuanto haya devuelto las jarras a mis amigos y recibido las bendiciones de aquellas buenas gentes.
Hermann escuchó con alegría la resolución de la joven y se preguntó si no debía, ahora, revelarle la verdad; pero le pareció mejor dejarla en el engaño, conducirla a su casa, y únicamente allí buscar su amor. ¡Ah! ¡Veía un aro de oro en el dedo de la extranjera!.... No quiso, pues, interrumpirla y siguió escuchando con atento oído.
-Volvámonos, continuó. Se critica siempre a las muchachas que están mucho rato en la fuente, ¡Y, sin embargo, es tan agradable charlar cerca del bullicioso manantial!
Se levantaron y miráronse los dos, una vez más, en la fuente, y un dulce pesar se apoderó de ellos.
Entonces ella, sin decir nada, tomó las dos jarras por el asa y subió los escalones, mientras Hermann, siguiéndola, le pidió una de las jarras para aligerar su peso.
-Dejad, dijo ella, la carga igualada es más fácil de llevar. Y el dueño que más tarde ha de mandarme no debe servirme. No me miréis tan seriamente y como si mi suerte fuese digna de compasión. La mujer, desde muy pronto, debe acostumbrarse a servir según su destino, pues sólo sirviendo se llega por fin a mandar y a poseer la merecida autoridad que en el hogar le pertenece. Desde pequeña, sirve a su hermano y a sus padres, y durante toda su vida no cesa de ir y venir, de llevar, preparar y trabajar para los demás. Muy dichosa es, si de esta manera se acostumbra a no encontrar ningún camino demasiado penoso.
Así hablando, había llegado, al través de los jardines, con su silencioso compañero, hasta la era de la granja, donde descansaba la enferma a quien había dejado contenta entre sus hijos. Entraron ambos, mientras por el otro lado apareció, al mismo tiempo, el juez, con un niño de cada mano. Su madre desolada, hasta entonces no supo qué había sido de ellos, y el anciano habíalos encontrado entre la multitud. Llegaron saltando de alegría, saludaron a su buena madre y se regocijaron con la vista de su hermano, su nuevo camarada. Luego se echaron encima de Dorotea y le saludaron amistosamente, pidiéndole pan y fruta, pero ante todo, qué beber. Ofreció agua a todo el mundo. Saciáronse todos y elogiaron tan excelente agua. Era algo ácida, refrescante y muy higiénica.
-Amigos míos, dijo entonces la joven, mirándolos seriamente. Esta es, me figuro, la última vez que presento la jarra a vuestros labios, para refrescarlos. De ahora en adelante, cuando durante el calor del día bebáis la salutífera agua, cuando encontréis bajo la sombra el descanso y el puro manantial, acordaos de mí y de los afectuosos servicios que os he prestado, más como amiga que como parienta. Del bien que me habéis hecho me acordaré toda mi vida. Os dejo con sentimiento; pero hoy cada uno de nosotros es para los demás mejor una carga que un alivio. Ved al joven a quien debéis todos aquellos presentes, los pañales del niño y las bienvenidas provisiones; viene a alquilarme, desea tenerme en su casa, para que sirva a sus buenos y ricos padres. No rehusó, pues una muchacha está siempre llamada a servir y seríale molesto quedarse ociosa en casa y verse servida. Le seguiré, pues, gustosa. Parece ser un joven prudente, y sus padres serán, a no dudarlo, tal como deben de ser los ricos. ¡Adiós, pues, querida amiga! ¡Que este hijo, lleno de vida que fija en vos su inquieta mirada, labre vuestra felicidad! Cuando lo estrechéis en vuestro seno con estos pañales de colores, acordaos del hombre que os los dio y que ahora dará a vuestra amiga alimento y vestido. Y vos, excelente hombre, añadió, volviéndose hacia el juez, sed bendecido por haberme servido de padre en más de una ocasión.
Arrodillóse luego delante de la buena mujer, besó su rostro lleno de lágrimas y recogió el dulce murmullo de su bendición.
-Merecéis, amigo mío, dijo el venerable juez, ser contado entre los hombres prácticos, atentos siempre a procurarse personas, de mérito para administrar los quehaceres de la casa. A menudo he visto que se examina cuidadosamente a los bueyes, a los caballos y al ganado que se quiera vender o cambiar, mientras que el azar es el que proporciona a quien se confía la casa. Pero vos sois hombre hábil y habéis tomado para serviros y servir a vuestros padres, una persona virtuosa. Tratadla bien, pues tanto tiempo como sirva en vuestra casa, no sentiréis la necesidad de tener una hermana, ni vuestros padres una hija.
En esto llegaron algunos próximos parientes de la enferma, la trajeron diferentes cosas y le anunciaron mejor morada. Supieron todos la resolución de la joven y bendijeron a Hermann con ojos expresivos, mientras comunicábanse sus secretos pensamientos y se decían al, oído: “Si de su dueño pasa a ser esposo, ya tiene labrada su fortuna.”

Partamos, dijo Hermann, tomándola de la mano. El día declinaba ya y la pequeña ciudad está distante.
Entonces las mujeres, cuya charla se animaba, abrazaron a Dorotea. Hermann la arrastraba, mientras ella encargaba todavía su despedida a los amigos ausentes. Los niños, gritando y llorando desesperadamente, se colgaban de su ropa y no querían dejar marchar a su segunda madre.
Algunas mujeres les impusieron silencio, diciéndoles: Callaos, niños. Va a la vecina ciudad y os traerá buen mazapán, que vuestro hermanito ha encargado para vosotros, cuando, al traerlo una cigüeña, pasó por delante de la confitería. Muy pronto, pues, la veréis volver trayéndoos los hermosos cuernos dorados.
Los niños dejáronla entonces partir, y Hermann la arrancaba a duras penas de los últimos abrazos y de los pañuelos que desde lejos la saludaban.
(Cuando Hermann y Dorotea entraron a la casa, nadie se sorprendió de su presencia. El padre saludó a Dorotea, diciéndole familiarmente: Hija mía, veo que Hermann demuestra tan buen gusto como su padre. Siempre, en los bailes, mi pareja fue la más hermosa, y luego me casé con la más linda de las mujeres: vuestra madrecita. Por la novia se conoce el carácter del novio y se sabe apreciarlo justamente; pero, sin duda, poco tiempo necesitaste para resolverte, por más que, a decir verdad, no es muy penoso seguir a Hermann.
Dorotea quedó profundamente confundida, porque las palabras del mesonero le parecían una burla cruel. Antes de que Hermann pudiese darle una explicación, ella se apresuró a pedir disculpas. Sin reflexionarlo casi -dijo- vine como criada por amor a Hermann con la esperanza de agradarle algún día; pero el saludo del padre le descubrió sus propios sentimientos y la llenaba de vergüenza. Sin duda, su pretensión era absurda. ¿Cómo pudo pensar que Hermann amaría a una sirvienta?
Hermann no la dejó continuar. Le dijo que sus padres saludaban en ella a la novia porque como tal la quería. De manera que, volviendo el júbilo a los corazones, ahí mismo celebró el Pastor los desposorios de Hermann y Dorotea, los perfectos amantes.)
                                         
                         

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 "Y colorín colorado, este cuento se ha acabado"

 KUMAS



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