LAS HAZANAS DE LOS HIJOS DEL SOL
Eranse unos
tiempos de rígidas normas. Toda insignia como toda institución, se autorizaba
en supersticiosas imposiciones del pasado.
Porque un día un personaje más o menos mítico se dio
cuatrocientas cincuenta vueltas a la cabeza con una larga cienta el “llautu” el
Inca la usa como emblema real. Por razón parecida se añade el “mascapaycha,” o
sea el fleco purpúreo. Por
una causa análoga se adorna la frente con las plumas
sagradas del “coraquenque,” el divino pájaro de la montaña, el ave fabulosa, de
la cual se decía que a la muerte de un hijo del Sol, bajaba sumisa a las manos
del gran sacerdote y se dejaba arrancar dos plumas, una de cada ala blanca la
una, negra la otra para las sienes del heredero.
Váyase notando cómo estos detalles se acomodan
siempre a las fórmulas propias de la religión solar; una religión sincera y
veraz, fundada en el amor a la naturaleza.
Esos doce flecos que caían de la orla real
simbolizaban los doce signos zodiacales. Esas dos plumas del ave mítica negra
la una, blanca la otra, representaban las dos mitades del año: el invierno oscuro
y el verano claro. En los menores rasgos se manifiesta el acatamiento a las
leyes del cosmos. Sabido es, por lo demás, que el Inca una vez al año gobernaba
el arado, en señal de dedicación agrícola y de culto a la tierra. Su cetro por
esto mismo era una segur de oro.
Paz y trabajo de los campos significaba la segur de
oro; como que estos hijos del Sol amaban sobremanera las faenas campestres.
Querían que en sus dominios el hombre fuera feliz. Para llegar al hombre
comenzaban por la naturaleza. Mandaban hacer canales, represas, caminos,
acequias.... Todo, menos consentir la presencia del páramo. Porque consentirlo
vale por empobrecer a la patria, moral y materialmente. Pensamiento político,
no de un día sino de todas las generaciones incaicas. Ahí están para
demostrarlo, esos estupendos acueductos de la ingeniería autóctona. Celebrando
la felicidad colectiva se oía, hasta en los desiertos, sonar la canción del
agua.
¿Qué mucho que rindiesen pródigamente las regiones
labradías, bienestar y riqueza, si la tarea de labrar se cumplía con la
escrupulosidad de un rito religioso? Y era aquél un rito alegre, una verdadera
fiesta. Es fama que, llegada la época oportuna, mientras los hombres roturaban
el suelo con la estaca primitiva, las mujeres, no lejos, rastrillaban al son de
viejos aires del país, como en las églogas y en los idilios......
Bajo tal sistema, trabajaban la totalidad de los
súbditos fuertes en la totalidad de la tierra apta. Y si acaso quedaba algún
erial, como el que había del lado de Atacama, caro pagaba su ocio con el
tributo de sus incontables esmeraldas.
Nada, por otra parte, acredita de tan estricto modo
la cultura de un pueblo como sus caminos; tanto más, si se trata de pueblos
antiguos. Los que viajan mucho, sabiendo para qué viajan, valen más que los
sedentarios. El que vive en quietud se expone a ignorarse en sí mismo. Falto de
curiosidad por las cosas, no sentirá sus estímulos para la acción. Pocas y
pobres serán sus obras. Sus pensamientos, como las tortugas, se echarán la casa
encima; se volverán estrechos y melancólicos. El que camina, en cambio, suelta
a andar con él sus ideas: las refresca, las ventila. Lo que era firme y
arraigado se queda en su sitio; lo que estaba de más, se lo lleva el viento.
Y los peruanos caminaron mucho. Más no como los
violentos, que, pasan destruyendo, y ya no vuelven más; ni como los fugitivos,
que sólo atienden a huir, sino que practicaron vías cómodas, que conocieron
palmo a palmo, y por ellas fueron y vinieron mucho veces, ya marchando de conquista,
ya acompañando al rey en sus viajes de recreo o de inspección.
Estos caminos unían todas las ciudades del imperio.
Se sabe de uno que corría desde Quito hasta el Sur chileno;
particularmente importante, porque en él los ingenieros indianos habían salvado
numerosos y grandes obstáculos, validos del terraplén, de la galería o de los
puentes de maguey.
Cieza de León que anduvo por aquellas rutas, nos ha
dejado descripción muy completa de ellas, que conviene recordar.
He aquí cómo nos cuenta que eran los caminos de los
llanos: “Y en estos valles y la costa, los caciques y principales hicieron un
camino tan ancho como quince pies; por una parte y por otra de él iba una pared
mayor que un estado, bien fuerte; y todo el espacio deste camino iba limpio y
echado por debajo de arboledas y destos árboles por muchas partes caían sobre
el camino ramos dellos, llenos de frutas, y por todas las florestas andaban en
las arboledas muchos géneros de pájaros. ……”
López de Gomara nos ha contado también cómo era las incaicas:
“Van muy derechos estos caminos escribe sin rodear
cuesta ni laguna, y tienen por sus jornadas y trechos de tierra, uno grandes
palacios que llaman “tambos.”
Y en otro lugar:
“Tenían dos caminos reales del Quito al Cuzco, obras
costosas y notables; una por la sierra y otra por los llanos, que duran más de
seiscientas leguas. El que iba por lo llano era tapiado por ambos lados y ancho
de veinticinco pies; tiene sus acequias
de agua en que hay muchos árboles dichos “molli.” El que iba por lo alto era de
la mesma anchura, cortado en vivas peñas y hecho de cal y canto; y ya abajaban
los cerros, ya alzaban los valles para igualar el camino; edificio, al dicho de
todos, que vence las pirámides de Egipto y las calzadas romanas y todas obras
antiguas.”
De ordinario, limitábase su interés a la carrera de
los “chasquis,” correos del gobierno, que reemplazándose de posta en posta,
llevaban a las fronteras las órdenes imperiales, cuya procedencia certificaba
el emisario exhibiendo un hilo del “mascapaycha.”
Pero a veces los caminos se llenaban de flores; con preferencia,
de “arirumas.” Era que se acercaba el séquito incaico en prolongada columna.
Salían entonces el “curaca” y su guardia a ofrecer
los homenajes de la veneración al monarca. Y allá en los primeros puestos ya se
iban enterando de su augusta salud.... El hijo del Sol llegaba sano y contento.
La marcha no había sido fatigosa. Tan pronto faldearon una montaña, como se
encajonaron en una garganta sombría; o bien pasaron, como Mayta Capac, por
puente colgante, rasando un torrente bravo. Un día vieron que se les abría el
horizonte en una plenitud de azul, arriba y abajo, y dieron con la orilla
resonante del mar. Nunca les faltó camino....
La muchedumbre, entre tanto, llenaba los lugares,
deseoso cada uno de mirar la divina faz del rey. Rodeada de numerosa escolta,
se veía su litera, tan guarnecida de esmeraldas, tan fulgurante de oro.... Y
detrás y adelante, los varones de renombre, los abanderados del arco iris, los soldados
con su equipo completo….
Pero nadie lograba ver el rostro del emperador.
Sin embargo, solía ocurrir que el Inca dejaba
descorrer las cortinas de púrpura de las andas, para mostrarse, resplandeciente
y sereno, la cabeza en alto, las sienes ceñidas con el “lautu” multicolor,
trémulas al viento las plumas simbólicas del coraquenque.
El pueblo, entonces, en el paroxismo de la adoración,
rompía en ululante alarido, capaz según la bella hipérbole de un cronista, de
hacer caer las aves del firmamento. “¡Oh, muy poderoso señor, hijo del Sol le
decían, tú sólo eres el Señor; el mundo te escucha!” O también. “Tahuantinsuyu
Capac: ¡Señor de las cuatro partes de la sierra! Con razón afirmaba Atahualpa,
que a no quererlo él, los pájaros no volarían en su reino.”
Y con los años, sucedía que por la misma carretera
pasaban los estandartes de la guerra; cierta señal de que la política del Cuzco
política pacifista- había fracasado ante la obstinación de algún vecino
bárbaro.
También entonces salían las multitudes al paso de los
ejércitos. Mas ya no había ni altos ni regocijos. A marcha apretada, cuando no
de carrera, proseguían la ruta los soldados del Perú, con prisa de ganar
terreno al enemigo. Cubríanles las cabezas cascos de madera o de pieles
hirsutas, si no de luciente metal. Chispeaban a la lumbre solar los temibles
arcos, los dardos arrojadizos, las lanzas rematadas en hueso triangular.... Así
hasta fatigar los ojos. Caía la tarde, y las infanterías inacabables
continuaban pasando bajo la puesta del sol. Por fin, ya anochecido, el último
guerrero se borraba en el confín obscuro. Entonces era el seguirles con los
oídos, calculando la distancia por los ladridos de los perros, cada vez más
lejanos y tristes en la honda noche.
Felizmente, la tropa regresaba siempre victoriosa,
con la alegría de haber cumplido una obra bienhechora. Obra bienhechora, porque
mediante la expansión cuzqueña, se aseguraba el triunfo del culto solar, culto
bueno, que siempre fue para las sociedades sin distinción de épocas ni de
razas, causa de
civilización o de nacimiento. Pues donde quiera que
brilló el rayo del dios Sol, se apagaron sea un ejemplo las hogueras de los
sacrificios humanos.
Razón tenían, entonces, los príncipes vencedores en hacer,
con gran acompañamiento, aquellas entradas triunfales, de vuelta a la ciudad,
que la historia no podrá olvidar.
Los cronistas lo cuentan maravillados.
Rompía la marcha el regimiento de los músicos,
tocando bocinas y atabales. Luego venían los batallones de lanceros, siguiendo
a los capitanes. Lucían en los pechos medallas ilustres. Ondeaban en las cabezas
plumas raras. Cada uno mostraba algún rico despojo de los vencidos. Aplausos y
gritos de salutación se perdían en la confusión estruendosa de los tambores. Al
medio de la columna nota lúgubre caminaban los prisioneros, llenos de
ignominia, desnudos por aquella fría altitud del Cuzco; desnudos y las manos
atadas a la espalda. Más allá, los opulentos “orejones,” los prohombres de la
corte, luciendo fastuoso atavió, cantaban el “hualí,” o canto a la victoria,
pregonando las virtudes heroicas de los predilectos del Sol. En pos, cantando y
bailando, celebraban la entrada
triunfal, quinientas o más hijas de gente noble. Aquellas lindas jóvenes traían
en las manos ramos de flores escogidas; llevaban las sienes ceñidas de
guirnaldas, y en los quiebros armoniosos de la danza, hacían sonar, con claro
tintineo, los cascabeles que les colgaban de las muñecas, de las rodillas, de los
tobillos. Gozando con tan gracioso espectáculo, avanzaba en palanquín de oro,
el Inca afortunado. Y allí la guardia de honor; allí el plumaje multicolor de
los adornos; allí los abanicos chispeantes de esmeraldas; allí el lujo de los
quitasoles....
Muchas y grandes hazañas se coronaban con esta entrada
triunfal. Muchas y muy grandes también se iniciaban con ella.
¡Venturosos Incas! Digámoslo de una vez. Su mayor
hazaña fue que fueron hasta en la guerra, hombres de paz.
* * *
"Y colorín colorado, esta historia se ha acabado"
KUMAS
ARTURO CAPDEVILA.
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