viernes, 4 de julio de 2014

LOS HIJOS DEL SOL


LAS HAZANAS DE LOS HIJOS DEL SOL


Eranse  unos tiempos de rígidas normas. Toda insignia como toda institución, se autorizaba en supersticiosas imposiciones del pasado.
Porque un día un personaje más o menos mítico se dio cuatrocientas cincuenta vueltas a la cabeza con una larga cienta el “llautu” el Inca la usa como emblema real. Por razón parecida se añade el “mascapaycha,” o sea el fleco purpúreo. Por
una causa análoga se adorna la frente con las plumas sagradas del “coraquenque,” el divino pájaro de la montaña, el ave fabulosa, de la cual se decía que a la muerte de un hijo del Sol, bajaba sumisa a las manos del gran sacerdote y se dejaba arrancar dos plumas, una de cada ala blanca la una, negra la otra para las sienes del heredero.
Váyase notando cómo estos detalles se acomodan siempre a las fórmulas propias de la religión solar; una religión sincera y veraz, fundada en el amor a la naturaleza.
Esos doce flecos que caían de la orla real simbolizaban los doce signos zodiacales. Esas dos plumas del ave mítica negra la una, blanca la otra, representaban las dos mitades del año: el invierno oscuro y el verano claro. En los menores rasgos se manifiesta el acatamiento a las leyes del cosmos. Sabido es, por lo demás, que el Inca una vez al año gobernaba el arado, en señal de dedicación agrícola y de culto a la tierra. Su cetro por esto mismo era una segur de oro.
Paz y trabajo de los campos significaba la segur de oro; como que estos hijos del Sol amaban sobremanera las faenas campestres. Querían que en sus dominios el hombre fuera feliz. Para llegar al hombre comenzaban por la naturaleza. Mandaban hacer canales, represas, caminos, acequias.... Todo, menos consentir la presencia del páramo. Porque consentirlo vale por empobrecer a la patria, moral y materialmente. Pensamiento político, no de un día sino de todas las generaciones incaicas. Ahí están para demostrarlo, esos estupendos acueductos de la ingeniería autóctona. Celebrando la felicidad colectiva se oía, hasta en los desiertos, sonar la canción del agua.
¿Qué mucho que rindiesen pródigamente las regiones labradías, bienestar y riqueza, si la tarea de labrar se cumplía con la escrupulosidad de un rito religioso? Y era aquél un rito alegre, una verdadera fiesta. Es fama que, llegada la época oportuna, mientras los hombres roturaban el suelo con la estaca primitiva, las mujeres, no lejos, rastrillaban al son de viejos aires del país, como en las églogas y en los idilios......
Bajo tal sistema, trabajaban la totalidad de los súbditos fuertes en la totalidad de la tierra apta. Y si acaso quedaba algún erial, como el que había del lado de Atacama, caro pagaba su ocio con el tributo de sus incontables esmeraldas.
Nada, por otra parte, acredita de tan estricto modo la cultura de un pueblo como sus caminos; tanto más, si se trata de pueblos antiguos. Los que viajan mucho, sabiendo para qué viajan, valen más que los sedentarios. El que vive en quietud se expone a ignorarse en sí mismo. Falto de curiosidad por las cosas, no sentirá sus estímulos para la acción. Pocas y pobres serán sus obras. Sus pensamientos, como las tortugas, se echarán la casa encima; se volverán estrechos y melancólicos. El que camina, en cambio, suelta a andar con él sus ideas: las refresca, las ventila. Lo que era firme y arraigado se queda en su sitio; lo que estaba de más, se lo lleva el viento.
Y los peruanos caminaron mucho. Más no como los violentos, que, pasan destruyendo, y ya no vuelven más; ni como los fugitivos, que sólo atienden a huir, sino que practicaron vías cómodas, que conocieron palmo a palmo, y por ellas fueron y vinieron mucho veces, ya marchando de conquista, ya acompañando al rey en sus viajes de recreo o de inspección.
Estos caminos unían todas las ciudades del imperio.
Se sabe de uno que corría desde Quito hasta el Sur chileno; particularmente importante, porque en él los ingenieros indianos habían salvado numerosos y grandes obstáculos, validos del terraplén, de la galería o de los puentes de maguey.
Cieza de León que anduvo por aquellas rutas, nos ha dejado descripción muy completa de ellas, que conviene recordar.
He aquí cómo nos cuenta que eran los caminos de los llanos: “Y en estos valles y la costa, los caciques y principales hicieron un camino tan ancho como quince pies; por una parte y por otra de él iba una pared mayor que un estado, bien fuerte; y todo el espacio deste camino iba limpio y echado por debajo de arboledas y destos árboles por muchas partes caían sobre el camino ramos dellos, llenos de frutas, y por todas las florestas andaban en las arboledas muchos géneros de pájaros. ……”
López de Gomara nos ha contado también cómo era las incaicas:
“Van muy derechos estos caminos escribe sin rodear cuesta ni laguna, y tienen por sus jornadas y trechos de tierra, uno grandes palacios que llaman “tambos.”
Y en otro lugar:
“Tenían dos caminos reales del Quito al Cuzco, obras costosas y notables; una por la sierra y otra por los llanos, que duran más de seiscientas leguas. El que iba por lo llano era tapiado por ambos lados y ancho de veinticinco pies; tiene sus   acequias de agua en que hay muchos árboles dichos “molli.” El que iba por lo alto era de la mesma anchura, cortado en vivas peñas y hecho de cal y canto; y ya abajaban los cerros, ya alzaban los valles para igualar el camino; edificio, al dicho de todos, que vence las pirámides de Egipto y las calzadas romanas y todas obras antiguas.”
De ordinario, limitábase su interés a la carrera de los “chasquis,” correos del gobierno, que reemplazándose de posta en posta, llevaban a las fronteras las órdenes imperiales, cuya procedencia certificaba el emisario exhibiendo un hilo del “mascapaycha.”
Pero a veces los caminos se llenaban de flores; con preferencia, de “arirumas.” Era que se acercaba el séquito incaico en prolongada columna.
Salían entonces el “curaca” y su guardia a ofrecer los homenajes de la veneración al monarca. Y allá en los primeros puestos ya se iban enterando de su augusta salud.... El hijo del Sol llegaba sano y contento. La marcha no había sido fatigosa. Tan pronto faldearon una montaña, como se encajonaron en una garganta sombría; o bien pasaron, como Mayta Capac, por puente colgante, rasando un torrente bravo. Un día vieron que se les abría el horizonte en una plenitud de azul, arriba y abajo, y dieron con la orilla resonante del mar. Nunca les faltó camino....
La muchedumbre, entre tanto, llenaba los lugares, deseoso cada uno de mirar la divina faz del rey. Rodeada de numerosa escolta, se veía su litera, tan guarnecida de esmeraldas, tan fulgurante de oro.... Y detrás y adelante, los varones de renombre, los abanderados del arco iris, los soldados con su equipo completo….
Pero nadie lograba ver el rostro del emperador.
Sin embargo, solía ocurrir que el Inca dejaba descorrer las cortinas de púrpura de las andas, para mostrarse, resplandeciente y sereno, la cabeza en alto, las sienes ceñidas con el “lautu” multicolor, trémulas al viento las plumas simbólicas del coraquenque.
El pueblo, entonces, en el paroxismo de la adoración, rompía en ululante alarido, capaz según la bella hipérbole de un cronista, de hacer caer las aves del firmamento. “¡Oh, muy poderoso señor, hijo del Sol le decían, tú sólo eres el Señor; el mundo te escucha!” O también. “Tahuantinsuyu Capac: ¡Señor de las cuatro partes de la sierra! Con razón afirmaba Atahualpa, que a no quererlo él, los pájaros no volarían en su reino.”
Y con los años, sucedía que por la misma carretera pasaban los estandartes de la guerra; cierta señal de que la política del Cuzco política pacifista- había fracasado ante la obstinación de algún vecino bárbaro.
También entonces salían las multitudes al paso de los ejércitos. Mas ya no había ni altos ni regocijos. A marcha apretada, cuando no de carrera, proseguían la ruta los soldados del Perú, con prisa de ganar terreno al enemigo. Cubríanles las cabezas cascos de madera o de pieles hirsutas, si no de luciente metal. Chispeaban a la lumbre solar los temibles arcos, los dardos arrojadizos, las lanzas rematadas en hueso triangular.... Así hasta fatigar los ojos. Caía la tarde, y las infanterías inacabables continuaban pasando bajo la puesta del sol. Por fin, ya anochecido, el último guerrero se borraba en el confín obscuro. Entonces era el seguirles con los oídos, calculando la distancia por los ladridos de los perros, cada vez más lejanos y tristes en la honda noche.
Felizmente, la tropa regresaba siempre victoriosa, con la alegría de haber cumplido una obra bienhechora. Obra bienhechora, porque mediante la expansión cuzqueña, se aseguraba el triunfo del culto solar, culto bueno, que siempre fue para las sociedades sin distinción de épocas ni de razas, causa de
civilización o de nacimiento. Pues donde quiera que brilló el rayo del dios Sol, se apagaron sea un ejemplo las hogueras de los sacrificios humanos.
Razón tenían, entonces, los príncipes vencedores en hacer, con gran acompañamiento, aquellas entradas triunfales, de vuelta a la ciudad, que la historia no podrá olvidar.
Los cronistas lo cuentan maravillados.
Rompía la marcha el regimiento de los músicos, tocando bocinas y atabales. Luego venían los batallones de lanceros, siguiendo a los capitanes. Lucían en los pechos medallas ilustres. Ondeaban en las cabezas plumas raras. Cada uno mostraba algún rico despojo de los vencidos. Aplausos y gritos de salutación se perdían en la confusión estruendosa de los tambores. Al medio de la columna nota lúgubre caminaban los prisioneros, llenos de ignominia, desnudos por aquella fría altitud del Cuzco; desnudos y las manos atadas a la espalda. Más allá, los opulentos “orejones,” los prohombres de la corte, luciendo fastuoso atavió, cantaban el “hualí,” o canto a la victoria, pregonando las virtudes heroicas de los predilectos del Sol. En pos, cantando y bailando,  celebraban la entrada triunfal, quinientas o más hijas de gente noble. Aquellas lindas jóvenes traían en las manos ramos de flores escogidas; llevaban las sienes ceñidas de guirnaldas, y en los quiebros armoniosos de la danza, hacían sonar, con claro tintineo, los cascabeles que les colgaban de las muñecas, de las rodillas, de los tobillos. Gozando con tan gracioso espectáculo, avanzaba en palanquín de oro, el Inca afortunado. Y allí la guardia de honor; allí el plumaje multicolor de los adornos; allí los abanicos chispeantes de esmeraldas; allí el lujo de los quitasoles....
Muchas y grandes hazañas se coronaban con esta entrada triunfal. Muchas y muy grandes también se iniciaban con ella.
¡Venturosos Incas! Digámoslo de una vez. Su mayor hazaña fue que fueron hasta en la guerra, hombres de paz.


*   *   *




          "Y colorín colorado, esta historia se ha acabado"

  KUMAS



                                                                                                                     ARTURO CAPDEVILA.

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